Antes de presentar el relato que sigue, debo hacer una breve aclaración: "Frankenstein" de Mary Wollstonecraft Shelley es una de las mejores novelas que he leído. No sólo por su contexto histórico (fue publicada en 1818, en el cénit del movimiento cultural llamado Romanticismo) sino sencillamente porque está bellamente escrita y la idea seminal que fue su origen procedió de un curioso juego ideado por Lord Byron en su Villa Diodati, en Suiza. El juego en cuestión, conocida es la historia, implicó la composición de un relato gótico de horror durante una noche determinada. Al día siguiente de esa velada alucinante, se leyeron los esbozos generados por los invitados. En términos exclusivamente literarios, el juego de Byron generó varias obras, pero solo dos que alcanzaron trascendencia en el tiempo: una de ellas, El Vampiro, de John Polidori; la otra, Frankenstein o El Prometeo Moderno (tal su título original) de Mary Wollstonecraft.
Se trata de una obra monumental, obsesiva en su ambiente opresivo y terrible. La reanimación de la materia muerta por medios científicos (en este caso con el novedoso uso de la electricidad) es en verdad una excusa para generar una profundas reflexiones sobre la expiación de los errores, la persistencia de la culpa y la pequeñez del orgullo humano ante la voluntad imperativa de Dios. Hollywood tuvo su parte en convertirla en una historia de horror para la cultura popular masiva, pero la historia del obsesivo científico que busca penetrar en la entretela misma de la naturaleza resucitando a un muerto (la única frontera nunca traspasada por la ciencia, aún hoy, 199 años más tarde) es algo más profundo que la adorable criatura muda reinventada por Boriz Karloff en 1931. Por eso es "Prometeo", el que robó el fuego a los Dioses para entregarlo a los hombres y sufrió por ello un horrible castigo eterno.
En mi caso -también como un juego- me propuse, hace ya quince años, escribir algo que en la novela no está: la parte mecánica del proceso de resucitación, la descripción minuciosa del trabajo del científico. Mary Shelley no necesitó escribirla y eso es final. Su novela es excelente tal como es.
De mi parte, sólo me propuse este juego presuntuoso, como una prueba hacia mi propia capacidad literaria. Es eso, nada más.
Con las disculpas del caso, entonces.
RELATO DONDE EL DOCTOR FRANKENSTEIN DETALLA
LOS EVENTOS Y TRIBULACIONES QUE DEBIO ATRAVESAR PARA DAR VIDA A UN
CUERPO MUERTO Y DE SU PROFUNDO ARREPENTIMIENTO Y HORROR MORAL AL CABO
DE DICHO PROCESO.
¿Me
juzgará usted como un loco por lo que voy a contarle? ¿Pensará
acaso que soy un monstruo? Puedo asegurarle que comprenderé su
horror, ya que yo mismo siento escalofríos al volver a repasar los
hechos que mis propias manos llevaron a cabo. Sin embargo, me hecho
el propósito de referirle a usted toda la espantosa historia de que
me ha llevado a este punto del mundo y de mi existencia. Y si ahora
mismo noto en la expresión de su rostro una ardiente curiosidad, se
perfectamente que esa expresión se trocará, a medida que mi
relación avance, en otra del más puro espanto, tanto moral como
espiritual. Lo se perfectamente, de modo que no se moleste en
protestar que no será así y oiga, se lo ruego, lo que seguramente
es el relato más aterrador que ha oído en su vida.
Como ya le he dicho, mis estudios en las ciencias ocultas y los
arcanos de la alquimia derivaron en un profundo estudio de las
ciencias de la naturaleza. Sin embargo no quedaron aquellos olvidados
ni mucho menos y más temprano que tarde me hallé relacionando ambos
estudios desde el punto de vista más puramente filosófico, porque
¿no son acaso los conocimientos de lo oculto una mirada sobre la
cara escondida, secreta de la naturaleza misma? ¿no es la búsqueda
de la Gran Obra, de la Piedra Filosofal, apenas intentos por
descifrar los códigos, las claves secretas de la madre naturaleza y
de su poder infinito? Sabemos mucho sobre la naturaleza del hombre y
de su relación con aquello que lo rodea, con el simple mundo
visible, pero comprendemos que esa relación está guiada y regida
por fuerzas que no llegamos a comprender y mucho menos a manejar. La
proposición filosófica a la que arribé, luego de meditarlo
febrilmente fue la que me llevó a cometer el mayor crimen con el que
un hombre pueda ofender al Creador de todo lo que existe: la
comprensión de que en la naturaleza misma estaba la fuerza dadora de
la vida. Esa misma fuerza, la que destruye, es la que construye,
sucediéndose a sí misma en un ciclo admirable e infinito de
creación y destrucción, de nacimiento y muerte.
Veo en vuestra mirada la misma comprensión que yo
tuve: dice la Biblia “leeréis del Libro de la Vida”. Eso
significaba que el secreto de la vida estaba allí, listo para ser
descifrado por quién supiera leerlo, interpretarlo. Y ese sería yo.
¿Comprende usted cuando le afirmo que estaba ebrio
de una vanidad monstruosa? De pronto yo, un simple mortal, supe sin
lugar a dudas que estaba en posesión del secreto que no pertenece a
nadie sino a Dios. Que había descifrado la clave de la existencia de
las cosas. ¡Tenía derecho a sentirme orgulloso! Después de todo,
gracias a mí, la ciencia había adelantado mil pasos hacia el
futuro. Ya nada sería imposible, una vez que los hombres hubiéramos
sido capaces de vencer a la misma muerte. En ese momento yo, Víctor
Frankenstein, me sentí Prometeo, que le arrebató a los dioses el
secreto más preciado para entregárselo a los hombres. Este había
robado el secreto del fuego, yo el fuego de la vida.
Comencé con los preparativos destinados a poner en
práctica el secreto al que había accedido, porque nada es el
científico si su teoría no se verifica en la realidad tangible.
Por supuesto, no podía simplemente comenzar con el
trabajo. Debía esperar una particular conjunción cósmica que sólo
ocurre en cierto solsticio, según las explicaciones de Paracelso.
Hechos los cálculos comprendí en cierto momento que la conjunción
esperada había llegado.
Veo en la expresión de usted cierta perplejidad
ante estas definiciones. Créame que lo comprendo perfectamente.
Usted ha dedicado su vida a cuestiones que nada tienen que ver con
estos arcanos, que aún para los iniciados son terriblemente
intrincados. Creo que será necesario que le explique brevemente:
En el período terrestre y cósmico en que nos
hallamos, esperando el nuevo ciclo que determinará en la Tierra
nuevas mutaciones, una nueva clasificación de las especies y el
retorno al gigante-mago, al hombre-dios, en este período, decimos,
coexisten en el Globo especies procedentes de diversas fases del
secundario, del terciario y del cuaternario. Ha habido fases de
ascenso y fases de derrumbamiento. Ciertas especies muestran las
señales de la degeneración; otras, son anuncio del futuro y llevan
el germen del porvenir. El hombre no es uno. Y así los hombres no
son descendientes de los gigantes, sino que aparecieron después de
los gigantes. Fueron creados a su vez por mutación. Pero, ni
siquiera esta Humanidad media pertenece a una sola especie. Hay una
humanidad verdadera llamada a conocer el próximo ciclo, dotada de
los órganos psíquicos necesarios para desempeñar un papel en el
equilibrio de las fuerzas cósmicas y destinada a la epopeya. De un
milenio al otro, la Humanidad pasa por pruebas de perfeccionamiento.
El período solar del Hombre toca a su término y pronto se podrán
descubrir las huellas del superhombre. Se anuncia una nueva especie
que expulsará a la vieja Humanidad, porque todo lo viejo deberá
derrumbarse para dar paso a lo nuevo, como los solsticios son reflejo
y símbolo del ritmo vital, que no sigue una línea recta, sino la
espiral, así la Humanidad progresa por una serie interminable de
saltos y revueltas.
¿Lo comprende usted ahora? La conclusión directa
de este razonamiento es que la creación no ha terminado. El hombre
llega claramente a una fase de metamorfosis. La antigua especie ha
entrado ya en el estadio del agotamiento. Los sabios ocultos aseguran
que la Humanidad sube un escalón cada setecientos años y tras ese
escalón se espera el advenimiento de los Hijos de Dios. Toda la
fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Las dos
variedades –la vieja y la nueva- evolucionarán rápidamente en
sentido divergente. Una de ellas desaparecerá y la otra florecerá.
Será infinitamente superior al hombre actual. Pues bien, mis
cálculos y estudios me indicaron, sin lugar a dudas, que ese momento
único había llegado y que yo, Víctor Frankenstein, estaba llamado
a protagonizarlo, a colaborar con la fuerza del Cosmos en la creación
de la nueva raza.
Llegado a este punto, la actividad se volvió
febril. Pasé meses recolectando la materia primordial con la que iba
a trabajar: cuerpos, cadáveres humanos, pobres desperdicios
hediondos en los que alguna vez sopló el hálito dela vida. Partes
de seres imperfectos que formarían al ser perfecto.
Era un trabajo repugnante, inmundo. Irrumpir en las
noches en los cementerios apartados, abrir ataúdes hediondos,
mohosos. Hundir las manos desnudas en los lodosos líquidos de la
descomposición. Pasar, en ocasiones, la noche entera saqueando una
tumba tras otra hasta encontrar el elemento que necesitaba,
encontrándome con las visiones más indescriptibles, terribles aún
para alguien como yo, habituado al trato con cuerpos muertos. Y todo
ello completamente solo, porque sabía bien que ningún otro hombre
sería capaz de comprender que una tarea tan vil era desgraciadamente
necesaria para completar la más grande obra que jamás se hubiera
llevado a cabo.
Enseguida se me presentó el primero de los
múltiples problemas que aquejaron mi trabajo: había conseguido
arrendar un sitio convenientemente alejado de la ciudad, porque mi
proceder tenía por condición sine qua non el total
aislamiento, el más completo de los secretos. Elegí en consecuencia
una abandonada y ruinosa torre medieval que se alzaba en un
alejadísimo promontorio, en los contrafuertes de las montañas del
Este, rodeado de espesos bosques y, según me enteré, con una cierta
leyenda fantasmal que mantenía a los supersticiosos campesinos
convenientemente alejados. Allí monté, a los largo de dos
agotadores meses previos, mi laboratorio completo. El sitio era
ideal, pero su virtud era también su principal defecto, pues
convertía los acarreos nocturnos de materia muerta en algo penoso y
harto difícil.
Ahora pienso que debí estar preso de una fiebre
especialmente maligna, que nubló mi razón a la vez que me otorgó
una aparentemente inagotable fuerza para hacer todo eso sin la menor
ayuda. Pero me estoy desviando del tema. Le explicaba yo de mi primer
problema en la tarea que me había impuesto. Los trozos de cuerpos
que noche a noche llevaba a mi laboratorio se corrompían
aceleradamente, los gases y los líquidos de la descomposición
saturaban el lugar haciéndolo inhabitable, inhumanamente repugnante.
Estar incluso en las cercanías significaba acercarse a los límites
mismos del asco, de la más abyecta repulsión Había dispuesto yo en
el sótano de la torre, una antigua mazmorra cuyas paredes de piedra
rezumaban agua salobre por la constante filtración de un arroyo
subterráneo, una serie de largas cajas de madera en la que
almacenaba los restos, pero más pronto que tarde el lugar se llenó
de alimañas. Las ratas y los insectos, atraídos por el hedor,
infestaron el sitio en cantidades increíbles. Comprendí entonces
que debía suprimir el olor a podredumbre para que dejara de atraer a
los animalejos. Resolví esto haciendo excursiones diarias a la
montaña para acarrear nieve, con la que pude frenar razonablemente
la degradación de los restos con los que tenía que trabajar. Dos
semanas me costó eliminar a las ratas y poder poner manos a la obra,
ya urgido por el límite de tiempo al que mis cálculos me obligaban
incuestionablemente, y que se acercaba con rapidez.
Por fin pude comenzar mi obra magna, aunque ahora no
dejo de maldecir esa hora en que todo comenzó, hora en la que,
borracho de un falso poder, jugué a ser Dios y atraje a este mundo,
no la instancia primera de un increíble progreso, sino una terrible
maldición que todavía no ha terminado.
Prestos los elementos para mi trabajo, comencé a
construir un cuerpo de hombre, no a imagen y semejanza de mi propia
humanidad, sino de acuerdo a los datos que las leyendas nos dan de
los gigantes, verdaderos hijos de los ángeles, criaturas de Dios.
Así construí con huesos de hombres comunes, los huesos que formaron
el esqueleto del superhombre, pieza por pieza como un artesano
relojero va dando forma a la maquinaria que está destinada a
funcionar para siempre. Trabajosamente di forma a la masa de músculos
que sostendría la resistente arquitectura ósea. Palmo a palmo creé
el larguísimo camino de venas y arterias por el que correría el
fluido de la vida. Mi querido amigo, si viera usted con qué
dedicación de artífice llevé a cada milímetro cuadrado de ese
cuerpo los capilares que irrigarían, con qué perfección distribuí
las terminales del sistema nervioso que haría posibles las
sensaciones; el sistema respiratorio que posibilitaría la
oxigenación y la vida; el digestivo, con el que se alimentaría.
Cómo apliqué cada diente en las encías, cómo puse en su lugar los
ojos con que me vería a mí, a su creador, cuando por fin
despertara. Si pudiera figurarse usted con qué amor construí aquél
cuerpo, con qué delicadeza lo cubrí con piel, con qué tenaz
obcecación luché contra la descomposición, que florecía aquí y
allá a medida que yo avanzaba en mi tarea creadora, como una fuerza
enemiga que busca cualquier mínimo intersticio para hacer valer sus
fueros. Ah, si pudiera describir cabalmente la emoción que colmó mi
mente y mi espíritu cuando por fin, al cabo de cientos de horas de
trabajo durante las cuales apenas si comí y casi no dormí, tuve
ante mi la obra de mi vida terminada, y justo a tiempo, porque esa
noche era el momento predicho para que la Creación manifestara en mi
criatura toda la tremenda fuerza de su poder.
Llegado a este punto se preguntará usted cómo se
manifestaría esa fuerza a la que me refiero. Es una pregunta justa,
aunque la respuesta está cada día ante los ojos de cualquier hombre
que sepa verla: el rayo. Es la mayor de las fuerzas del cosmos
descargada sobre la tierra y así como puede matar, también puede
crear la vida.
Esa noche una terrible tormenta que bajó de las
montañas se abatió sobre el valle. Era el momento indicado.
Utilizando una cureña montada con poleas y roldanas subí el cuerpo
hasta lo alto de la torre, en donde había preparado con anterioridad
una vara de bronce de seis metros de largo asegurada a una de las
almenas con pretiles de hierro. No era esta una idea concebida al
azar. No. Estuvo cuidadosamente basada en los tratados de metalurgia
de Agrippa y Paracelso, quienes recomiendan dichos metales como los
mejores conductores de la energía del rayo. Seis gruesos hilos de
cobre trenzado salían de la base de la vara, a la que habían sido
soldados con plata pura y cada uno de ellos terminaba en una larga
aguja de bronce de unos treinta centímetros de longitud. Hundí una
aguja en cada uno de los miembros de la criatura, una en su corazón
y la última en el cerebro, por medio de un orificio practicado en la
base del cráneo. Todo estaba preparado. Ahora debía esperar a que
la Divina Voluntad terminara mi trabajo y abriera las puertas al
próximo paso de la Humanidad. Mi parte estaba hecha. Gracias a mí
el hombre habría domado al rayo, habría vencido definitivamente a
la muerte, sería el dueño y señor de los elementos, quien
comandara las tormentas y las mareas. Seríamos la voluntad maestra
de la Creación toda.
La tormenta arreciaba y ya no había allí arriba
nada que yo pudiera hacer, de modo que bajé a protegerme.
Pero cuando llegué al laboratorio se operó en mí
un curioso cambio. Como alguien que hace algo bajo los efectos
euforizantes del opio y luego despierta débil y confundido, incapaz
de comprender lo que ha hecho, me hallé mirando el sitio en donde
había pasado los últimos meses trabajando febrilmente y me pareció
un matadero. El tremendo hedor a muerte que saturaba el aire me
repugnó profundamente. Los suelos manchados de sangre, con restos de
materia orgánica desparramados por doquier, me pareció una visión
del infierno mismo. Yo mismo, con mis ropas desgarradas, hediondas y
sucias de sangre y vísceras, me resultaba algo imposible de tolerar.
Sentí que enloquecía y dando un fuerte grito, ahogado por los
salvajes truenos que rebotaban en la torre, salí de allí quitándome
toda la ropa y así, desnudo y demente, salí a la lluvia y dejé que
me lavara como quien busca una absolución. En ese mismo momento un
rayo enorme pareció partir el cielo en dos, se precipitó como una
jauría de demonios hacia la tierra y cayó sobre la cúspide de la
vara, descargando tal potencia sobre ella que causó una terrible
explosión que derrumbó la almena de piedra a la que estaba
asegurada. Si yo hubiera estado allí, de seguro hubiera muerto.
Puedo asegurarle que cada día desde entonces he deseado que así
hubiera sido.
Luego de aquél terrible rayo, la tormenta se disipó
con rapidez, llevada hacia el norte por los vientos huracanado que se
desataron. Yo, aterido y empapado, volví a la torre y me envolví en
un viejo capote que allí guardaba. Largo tiempo estuve así,
acurrucado contra una pared, sin atreverme a comprobar si mi obra
había tenido éxito, porque de pronto ese éxito tan deseado se me
hacía insoportable. Pero entonces lo oí, en el silencio que
sobrevino luego de que amainara la tormenta. Era un sonido ahogado,
convulso, algo que nunca había oído antes. Subí las escaleras
lentamente, paso a paso hasta llegar arriba y entonces lo vi. Se
estaba moviendo. El cuerpo que yo había creado de cientos de otros
cuerpos muertos, estaba vivo y se sacudía en la cureña como si
sufriera convulsiones. Un grito entrecortado y ronco salía de su
boca abierta. Humeaba. De todo el cuerpo salía un vapor hediondo y
grasiento. Me acerqué a él. La piel de su rostro se había quemado
horriblemente con la misma fuerza del rayo que lo había traído a la
vida. Sus ojos parecían velados por el glaucoma. El precio que había
pagado por vivir era el de parecer un monstruo. Lentamente fue
quedándose quieto, a medida que los efectos del rayo iban
disminuyendo y la leve llovizna actuaba evidentemente como un
bálsamo. Sus gritos se transformaron gradualmente en un gemido bajo
y prolongado. Su respiración era estertórea pero firme. Estaba
vivo. Y comprender eso me causó un indecible terror. Yo lo había
hecho y en ese mismo momento, tan arrepentido estaba que la idea de
destruirlo surgió espontáneamente en mi agitado cerebro. Y
entonces, como si hubiera tenido la facultad de leer mi pensamiento,
la criatura abrió los ojos, esos ojos blancuzcos y espantosos, y me
miró. Y pude ver en ellos que no abrigaban sino la más absoluta y
pura maldad.
Algo había salido terriblemente mal.
FIN
MARIO PAULELA
Año 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario