miércoles, 13 de mayo de 2015

SANCTUM




Llevaron adelante el rito sin fallar en ninguno de sus pasos. Sabían de memoria el complejo ritual de la muerte y lo ejecutaron con fría eficiencia. Se llamó a los embalsamadores y se les permitió trabajar en total privacidad, únicos depositarios de la visión prohibida del cuerpo indefenso y muerto del Pontífice. Nunca revelarían lo que habían visto, nunca lo que habían hecho a esa carne inmóvil que había de ser venerada por millones de fieles. Depositarios de los mismos secretos por generaciones, llevaron adelante su trabajo y dejaron al difunto en el mismo estado en que había de conservarse por la eternidad, con sus vestimentas pontificiales de riguroso rojo, los zapatos del mismo color y la mitra dorada que representaba su poder temporal y espiritual..
Lo adoraron miles desfilando delante del catafalco que lo exponía en toda su gloria, su gesto de anciano dormido congelado y borroso. Millones lo vieron a través de la televisión y su imagen se repitió hasta el infinito. Lo habían amado en vida y lo amaron aún más en su muerte. A voz en cuello proclamaron que era un santo. Dios obraría milagros a través de él.
Después, al cabo de un tiempo prudencial, lo encerraron dentro de tres ataúdes y lo llevaron al lugar donde descansaría para siempre, en la profundidad de una gruta, bajo el altar mayor. Allí dentro, en esa oscuridad perfecta permaneció igual a sí mismo, a salvo del tiempo. Y afuera la vida de todos los que lo habían llorado siguió su curso.
Y en algún momento de la eternidad, en la nada inmóvil de la tumba, abrió los ojos. Pero nunca nadie llegó a saberlo. 

©2005 Mario Paulela

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