Llevaron adelante el rito sin fallar en
ninguno de sus pasos. Sabían de memoria el complejo ritual de la muerte y lo
ejecutaron con fría eficiencia. Se llamó a los embalsamadores y se les permitió
trabajar en total privacidad, únicos depositarios de la visión prohibida del
cuerpo indefenso y muerto del Pontífice. Nunca revelarían lo que habían visto,
nunca lo que habían hecho a esa carne inmóvil que había de ser venerada por
millones de fieles. Depositarios de los mismos secretos por generaciones,
llevaron adelante su trabajo y dejaron al difunto en el mismo estado en que
había de conservarse por la eternidad, con sus vestimentas pontificiales de
riguroso rojo, los zapatos del mismo color y la mitra dorada que representaba
su poder temporal y espiritual..
Lo adoraron miles
desfilando delante del catafalco que lo exponía en toda su gloria, su gesto de
anciano dormido congelado y borroso. Millones lo vieron a través de la
televisión y su imagen se repitió hasta el infinito. Lo habían amado en vida y
lo amaron aún más en su muerte. A voz en cuello proclamaron que era un santo.
Dios obraría milagros a través de él.
Después, al cabo de
un tiempo prudencial, lo encerraron dentro de tres ataúdes y lo llevaron al
lugar donde descansaría para siempre, en la profundidad de una gruta, bajo el
altar mayor. Allí dentro, en esa oscuridad perfecta permaneció igual a sí
mismo, a salvo del tiempo. Y afuera la vida de todos los que lo habían llorado
siguió su curso.
Y en algún momento
de la eternidad, en la nada inmóvil de la tumba, abrió los ojos. Pero nunca
nadie llegó a saberlo.
©2005 Mario Paulela
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