miércoles, 6 de mayo de 2009

ENCUENTRO CON EL DIABLO

Allá por 1939, en la calle José Enrique Rodó, entre Coronel Cárdenas y Cosquín, trabajaba en la carnicería de su tío Nicola, un calabrés pícaro y pequeño como un gnomo que estaba siempre de buen humor. Su nombre no viene al caso. Era joven, fuerte y el oficio del corte se le daba naturalmente. En más de una ocasión, su tío le aseguró que algún día la carnicería sería suya. A mediados de 1937, cuando tenía veintiún años, se había casado con un chica de la calle Saladillo, bonita y tímida, de una familia italiana lejanamente emparentada con tío Nicola. La fiesta de casamiento fue la comidilla del barrio y el asado mitológico que sirvió de convite a los muchos parientes y amigos se comentó hasta mucho después, incluso después de todo lo que ocurrió.

Se iba todas las mañanas a las cinco a la carnicería para recibir la carne, mientras su tía le cebaba mates y le charlaba de los chismes que había escuchado el día anterior en la feria. Ella era una mujer pequeña, de ojos azules transparentes y sonrisa fácil, nacida en la Lombardía, al norte de la bota. Los parientes más lejanos le preguntaron más de una vez qué hacía casada con un hombre del sur, para ellos, casi un africano.

Mientras el tío preparaba la venta del día, él se enforzaba en la cavernosa heladera colgando las medias reses de los ganchos del techo. Era un trabajo duro y el frío le sacaba sabañones crueles en las orejas, que a la noche su esposa le curaba con agua de halibour tibia. La quería. A ella y a su hijo varón, de su mismo nombre. No creía que se pudiera ser más feliz.

Una tarde del invierno del año que comenzó la guerra, llegó a la carnicería demudado. Su tía le preguntó si tenía fiebre, pero él ni siquiera le respondió. Se puso a trabajar sin decir palabra y nada que alguno de sus tíos dijera, lo animaba a hablar. Parecía reconcentrado, ido. A media mañana, bruscamente rompió el silencio para decirle a su tío que iba a salir un momento. Salió al frío del día en camiseta, sin siquiera abrigarse, con el delantal puesto y el birrete blanco todavía en la cabeza de pelo negro y rizado. Nadie vio que llevaba escondida bajo el delantal la cuchilla grande que usaba para trozar las reses.

Caminó las tres cuadras que lo separaban de su casa. Entró casi tirando abajo la puerta del jardín y marchó a la pieza. Allí estaba su mujer. Sacó la cuchilla y la asesinó de más de veinte puñaladas. Su brazo fuerte y entrenado en el arte del corte, hizo un trabajo estremecedor.

Dejó tendido el cadáver destrozado y salió al patio. Allí lo encontró la partida policial, que llegó después de que un vecino, alertado por los gritos de ella, avisara al vigilante de la esquina. Estaba bañado en la sangre de su mujer. Cuando lo apuntaron, dejó caer la cuchilla roja y chorreante, alzó las manos y se entregó mansamente. Pasaría en la cárcel los siguientes cuarenta años de su vida.

A la policía le dijo que un paisano al que no conocía le dijo que su mujer lo engañaba con otro mientras él estaba en el trabajo. Al paisano en cuestión nadie pudo hallarlo.

Algunos de sus familiares no dudaron y por el resto de sus vidas aseguraron que había sido el propio díavolo quien había emponzoñado los oídos y la mente del muchacho.
MP

©2012 Mario Paulela