miércoles, 19 de mayo de 2010

MANECO




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Maneco tenía once años y sesenta y cuatro días cuando tuvo que cavar la tumba de su padre. Fue una tarde fría y nublada del invierno, con el cielo lleno de nubes bajas y apretadas, desde las que se desprendía cada tanto una cortina de lluvia helada.
Maneco lloraba y cavaba sin cesar el pozo irregularmente oblongo. Y las lágrimas amargas de la tristeza le dejaban surcos en la carita roñosa. Lloraba porque ante la desmesura imperiosa de la muerte no quedan muchas más opciones. Lloraba por puro miedo, porque allí en la choza de piedra y barro en que ambos habían vivido desde siempre, lejos de todo, estaba tendido en el catre, el cadáver de quien fuera su padre.
Sentía que los brazos, finitos como ramitas, se habían entumecido en un nudo de dolor, mientras la pala rebotaba contra la tierra dura y pedregosa. Era apenas un chico, esmirriado y enjuto. El esfuerzo terrible de horadar los terrones, más propio de un adulto que de un pequeño mal comido, le causaba un dolor paralizante.
Pero era mucho más profunda y dolorosa su tristeza. Solo en el mundo, sin nadie ya que cuidara de él, aún en la ingenuidad de sus pocos años, entendió completamente la dimensión aterradora de la soledad que tenía ante sí.
¿Cuánto hacía que su padre había muerto? No lo sabía con certeza, aunque eran varios ya los días y las noches que llevaba cavando el pozo. Cuando había tenido hambre, había mordisqueado un resto de pan endurecido que abultaba el bolsillo de su pantalón. Cuando se sintió vencido por el sueño, se había arrastrado, quebrado de dolor, debajo del alero del establo.
Ni de día ni de noche, se atrevía a entrar en la choza. No quería mirar a su padre muerto. Habiéndose criado en el campo, Maneco sabía muy bien que lo que se muere se pudre y lo que se pudre huele. No quería entrar a la choza y oler.
No se imaginaba cómo arrastraría a su padre al agujero. Debía pesar tanto. Desde la mañana en que encontró que su padre estaba muerto, pensaba en cuánto debía pesar su cuerpo. Por eso cuando corrió al pueblo y llamó al cura, y el cura llegó con él a la choza y vio a su padre tendido, con la piel de las muñecas rajadas en tajos irregulares y todo su cuerpo sobre una jalea de sangre cuajada; cuando lo miró fijo y le espetó sin contemplaciones que su padre era un suicida y que los suicidas no tienen el derecho de reposar en tierra sagrada; y le dijo que eso era así porque los suicidas no descansan y vuelven, malditos de toda maldición, a caminar en la tierra de los vivos; y cuando le dijo que lo enterrara rápido y huyera de ese lugar porque el lugar se había vuelto malo, Maneco lloró y vio al cura irse por el camino serpenteante sin mirar atrás ni una sola vez. Y entonces pensó en cavar el pozo y arrastra hasta él a su padre muerto. Y cuando quiso tocarlo, le pareció una bolsa llena de arena humedecida.
Maneco vio que se acercaba la noche y trató de cavar más rápido, pero los calambres se sucedían en su espalda y sus brazos como relámpagos. Y en el cielo, relámpagos como los calambres en su espalda, anunciaban la tormenta que venía. Y Maneco cavó y cavó hasta que ya casi no vio el pozo por la oscuridad. Y a la luz de un rayo lejano, supo que había terminado. Que el pozo ya era capaz de contener el cuerpo de su padre.
Se acercó a la choza rengueando por el entumecimiento. Su cuerpito esmirriado temblaba sin parar. El corazón le latía a un ritmo ensordecedor en sus oídos. El viento se levantó de alguna parte y azotó la planicie y los árboles. Y arrancó extraños gritos de la madera y las ramas y las hojas.
Al resplandor lánguido de la última luz confusa del día, Maneco llegó a la puerta de la choza y antes de seguir avanzando notó que algo allí había cambiado. No había olor. Al resplandor repentino de un relámpago, vio a su padre sentado en el catre, erguido, mirándolo.
No habló, no gritó. Su padre lo miraba silencioso. Maneco permaneció en el dintel de la puerta. Desde allí pudo ver el brillo de los ojos de su padre, plateado como el de los gatos.
Cuando se padre se paró, justo en el momento en que sonó un trueno, Maneco entendió. Pero no fue capaz de huir.
Al otro día, cuando el cura y algunos hombres del pueblo llegaron a la choza y la hallaron tan vacía como el pozo oblongo, supieron que debían preocuparse. Una nueva plaga había venido sobre ellos. 
MP


©2012 Mario Paulela

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