“Sus facciones revelaban una voluptuosidad
emocionante y repulsiva a la vez,
y en tanto encorvaba el cuello,
se relamió los labios como un animal,
de tal forma que, a la luz de la luna,
pude ver la saliva que resbalaba
por sus labios rojos y su lengua,
hasta sus dientes blancos y puntiagudos.”
Bram Stoker
Drácula
La fuerza bruta de una náusea la sacó del sueño
y la hizo incorporarse.
Instintivamente ladeó el cuerpo hacia la derecha,
inclinándose con la boca abierta. Roto el equilibrio por el peso de la cabeza,
cayó al suelo, en donde vomitó, en cuatro patas como un gato, una enorme
cantidad de sangre oscura, espesa y maloliente.
Salía el sol, afuera, detrás de los postigos cerrados. Ana, desnuda y
vomitando, se ocupaba poco y nada del amanecer de ese sábado de agosto.
Solamente sentía el frío característico de la habitación helándole los pezones,
la vulva y la planta de los pies.
El estómago se le sacudía en una serie aparentemente interminable de
espasmos. Al vomitar hacía un ruido curioso, forzado, como si gritara, mientras
los coágulos caían de su boca al suelo de madera. Así estuvo un buen rato.
Después se trepó temblorosa a la cama y se arropó con las cobijas lo
mejor que pudo. Estaba pálida y con los labios entintados de rojo parecía un
payaso moribundo. Cerró los ojos. El hedor del vómito saturaba la habitación
cerrada. Así era últimamente. Las últimas dos semanas, si no calculaba mal.
Nueve veces en ese período, cada madrugada lo mismo: la náusea incontenible que
interrumpía el sueño y los vómitos de sangre a medio coagular sobre el parquet
del suelo.
Encogida sobre sí misma, casi en posición fetal bajo las colchas,
sintiéndose enferma, con las manos juntas entre los muslos para buscar el calor
que no tenía, empezó a dormirse. Afuera empezaba un día perfecto. Vida de
mierda, fue lo último que alcanzó a pensar.
Durmió todo el día. Todo ese sábado soleado que muchos aprovecharon para
pasear y hacer compras. Despertó sintiéndose mejor. Se sentó en la cama. Allí,
en la almohada, también había algo de sangre seca, aunque muy poca. Eso le
recordó el episodio de la madrugada y volvió a pensar en consultar con un
médico. Tal vez tuviera cáncer o algo por el estilo. Sin embargo, en ese
momento se sentía tan bien que la idea parecía extrañamente absurda, como si
surgiera más de un mal sueño que de la realidad.
Salió de la cama con un movimiento elástico y caminó hasta la ventana
sin mirar el vómito que ya se había secado en el piso. Descorrió la cortina y
abrió los vidrios dejando entrar el fresco de la noche recién comenzada. Ni
siquiera pensó en que estaba completamente desnuda. Miró la calle que se
estiraba debajo de ella hasta perderse en el paredón del hospital después de
viborear en la ochava de un almacén. Era
una noche silenciosa porque el barrio era silencioso, alejado de las bocinas y
el bullicio del centro. Era loco, pero veía cada detalle de las cosas aún en la
poquísima luz municipal. Eso también le venía pasando últimamente. Solo que, a
diferencia de los vómitos, esto le gustaba. Le parecía divertido.
Ana se daba cuenta de que algo en ella había cambiado, aunque no era
capaz de precisar qué y cuándo. Desde unos días para atrás, todo era una
nebulosa, como si se tratara de la vida de otra persona. No recordaba nada. O
casi nada. Caras, voces, sensaciones, se le mezclaban en un revoltijo sin
forma. A veces, en esos momentos agónicos después de vomitar la sangre, cuando
el día se insinuaba tras la ventana como una amenaza, se preguntaba qué tan
enferma estaría, si no había nadie que viniera a cuidarla o al menos a
interesarse por ella. En esos momentos, lloraba mucho y terrores sin forma,
como cuando uno recién despierta de una pesadilla y la realidad parece
quebradiza e infectada por lo que estaba en los sueños, esos terrores, le envolvían
el cuerpo. Y sentía frío. Hasta que se dormía.
Por el contrario, a la noche, cuando despertaba, se sentía optimista y
ni siquiera recordaba que no recordaba nada. Y nada parecía importarle porque
la invadía una euforia difícil de aplacar.
Y no reparaba en su desnudez, ni en lo abandonado y ruinoso del altillo
que le servía de refugio, donde pululaban las arañas y las cucarachas. Desnuda
miraba la calle, oyendo a los ratones chillar allá abajo en el hueco de las
alcantarillas y a los gatos caminar por los techos, inútilmente sigilosos. En
esos momentos era feliz. Sentía una felicidad feroz, lisérgica. Se sentía
poderosa e infinita.
Y cuando la figura de un chico apareció corriendo por la esquina,
protegido de todos por la oscuridad menos de la mirada de Ana, ella dejó de
pensar, se arrojó por la ventana desvencijada, voló como un águila fantástica
por el aire oscuro y cayó sobre él con las manos y los pies hacia delante como
un ave de presa, tumbándolo en la vereda sin darle tiempo siquiera a gritar. Buscó
su garganta suave con los dientes enorme, afilados, mientras sus uñas, como
garras, le desgarraban la piel del cuerpo.
Bebió de él; se alimentó de él, de esa sangre joven, caliente y
lujuriosamente dulce hasta que no quedó casi nada. Lo hizo sin sutilezas, con
un salvajismo inocente reflejado en sus ojos dilatados y rojizos. Su olfato,
excitado por el hedor de la sangre y el miedo del chico le llevaron a un
paroxismo de violencia. Mordió, masticó, excavó en ese cuerpo.
Cuando terminó, como siempre, de su víctima no quedaba casi nada para
reconocer.
Saciada, satisfecha, voló de vuelta hasta la ventana del altillo del
viejo garage abandonado y entró por ella como un viento, levantando las pesadas
cortinas de lona que llevaban allí casi un siglo. Cayó en la cama, jadeante,
los ojos todavía anormalmente agrandados. El cuerpo desnudo y grácil embarrado
de sangre.
Había cambiado, se dijo cuando pudo volver a pensar. No sabía en qué ni
cuando, pero era hermoso y poderoso. En la boca tenía el sabor de la vida eterna.
Era una pena que a la mañana, junto con el vómito, todas esas
sensaciones tan agradables se le borraran de la mente.
MP
©2008 Mario Paulela