Mirando atentamente a través del vidrio, la bestia vio que empezaba a
llover.
Detrás de la
ventana cerrada, en la habitación a sus espaldas, no se oía más que el
silencio.
Y la lluvia azotó con fuerza el campo y el techo de la casa solitaria. Y
también el río y los animales lejanos que buscaron refugio bajo los árboles.
Y un relámpago, el primero de muchos, rajó la oscuridad con un dramático
estruendo luminoso.
Los ojos de la bestia miraron esa luz blanca sin pestañear y sus retinas
atesoraron su brillo mortal por un largo tiempo.
La tormenta duró hasta el amanecer y su fiereza inundó los valles. El
río se hinchó y se llevó consigo animales y chozas cercanas. Fue la peor
tormenta en muchos años y aún una generación más tarde, todavía se hablaría de
aquella catástrofe.
Cuando la luz del día, borroneada por el temporal, se hizo más clara, la
bestia se alejó de la ventana y miró a la mujer atada en la cama, en medio de
la habitación. Estaba muy lastimada y enloquecida de terror. Sus ojos,
amoratados y llorosos, miraban desorbitados a la bestia. Había sangre por todas
partes.
Y la bestia dijo:
-voy a extrañarte cuando ya no estés.
Había en su voz un tembloroso matiz de cariño.
©2007 Mario Paulela
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