sábado, 22 de abril de 2017

RELATO DEL DOCTOR VÍCTOR FRANKENSTEIN

Antes de presentar el relato que sigue, debo hacer una breve aclaración: "Frankenstein" de Mary Wollstonecraft Shelley es una de las mejores novelas que he leído. No sólo por su contexto histórico (fue publicada en 1818, en el cénit del movimiento cultural llamado Romanticismo) sino sencillamente porque está bellamente escrita y la idea seminal que fue su origen procedió de un curioso juego ideado por Lord Byron en su Villa Diodati, en Suiza. El juego en cuestión, conocida es la historia, implicó la composición de un relato gótico de horror durante una noche determinada. Al día siguiente de esa velada alucinante, se  leyeron los esbozos generados por los invitados. En términos exclusivamente literarios, el juego de Byron generó varias obras, pero solo dos que alcanzaron trascendencia en el tiempo: una de ellas, El Vampiro, de John Polidori; la otra, Frankenstein o El Prometeo Moderno (tal su título original) de Mary Wollstonecraft.
Se trata de una obra monumental, obsesiva en su ambiente opresivo y terrible. La reanimación de la materia muerta por medios científicos (en este caso con el novedoso uso de la electricidad) es en verdad una excusa para generar una profundas reflexiones sobre la expiación de los errores, la persistencia de la culpa y la pequeñez del orgullo humano ante la voluntad imperativa de Dios. Hollywood tuvo su parte en convertirla en una historia de horror para la cultura popular masiva, pero la historia del obsesivo científico que busca penetrar en la entretela misma de la naturaleza resucitando a un muerto (la única frontera nunca traspasada por la ciencia, aún hoy, 199 años más tarde) es algo más profundo que la adorable criatura muda reinventada por Boriz Karloff en 1931. Por eso es "Prometeo", el que robó el fuego a los Dioses para entregarlo a los hombres y sufrió por ello un horrible castigo eterno. 
En mi caso -también como un juego- me propuse, hace ya quince años, escribir algo que en la novela no está: la parte mecánica del proceso de resucitación, la descripción minuciosa del trabajo del científico. Mary Shelley no necesitó escribirla y eso es final. Su novela es excelente tal como es. 
De mi parte, sólo me propuse este juego presuntuoso, como una prueba hacia mi propia capacidad literaria. Es eso, nada más.
Con las disculpas del caso, entonces.



RELATO DONDE EL DOCTOR FRANKENSTEIN DETALLA LOS EVENTOS Y TRIBULACIONES QUE DEBIO ATRAVESAR PARA DAR VIDA A UN CUERPO MUERTO Y DE SU PROFUNDO ARREPENTIMIENTO Y HORROR MORAL AL CABO DE DICHO PROCESO.


¿Me juzgará usted como un loco por lo que voy a contarle? ¿Pensará acaso que soy un monstruo? Puedo asegurarle que comprenderé su horror, ya que yo mismo siento escalofríos al volver a repasar los hechos que mis propias manos llevaron a cabo. Sin embargo, me hecho el propósito de referirle a usted toda la espantosa historia de que me ha llevado a este punto del mundo y de mi existencia. Y si ahora mismo noto en la expresión de su rostro una ardiente curiosidad, se perfectamente que esa expresión se trocará, a medida que mi relación avance, en otra del más puro espanto, tanto moral como espiritual. Lo se perfectamente, de modo que no se moleste en protestar que no será así y oiga, se lo ruego, lo que seguramente es el relato más aterrador que ha oído en su vida.
Como ya le he dicho, mis estudios en las ciencias ocultas y los arcanos de la alquimia derivaron en un profundo estudio de las ciencias de la naturaleza. Sin embargo no quedaron aquellos olvidados ni mucho menos y más temprano que tarde me hallé relacionando ambos estudios desde el punto de vista más puramente filosófico, porque ¿no son acaso los conocimientos de lo oculto una mirada sobre la cara escondida, secreta de la naturaleza misma? ¿no es la búsqueda de la Gran Obra, de la Piedra Filosofal, apenas intentos por descifrar los códigos, las claves secretas de la madre naturaleza y de su poder infinito? Sabemos mucho sobre la naturaleza del hombre y de su relación con aquello que lo rodea, con el simple mundo visible, pero comprendemos que esa relación está guiada y regida por fuerzas que no llegamos a comprender y mucho menos a manejar. La proposición filosófica a la que arribé, luego de meditarlo febrilmente fue la que me llevó a cometer el mayor crimen con el que un hombre pueda ofender al Creador de todo lo que existe: la comprensión de que en la naturaleza misma estaba la fuerza dadora de la vida. Esa misma fuerza, la que destruye, es la que construye, sucediéndose a sí misma en un ciclo admirable e infinito de creación y destrucción, de nacimiento y muerte.
Veo en vuestra mirada la misma comprensión que yo tuve: dice la Biblia “leeréis del Libro de la Vida”. Eso significaba que el secreto de la vida estaba allí, listo para ser descifrado por quién supiera leerlo, interpretarlo. Y ese sería yo.
¿Comprende usted cuando le afirmo que estaba ebrio de una vanidad monstruosa? De pronto yo, un simple mortal, supe sin lugar a dudas que estaba en posesión del secreto que no pertenece a nadie sino a Dios. Que había descifrado la clave de la existencia de las cosas. ¡Tenía derecho a sentirme orgulloso! Después de todo, gracias a mí, la ciencia había adelantado mil pasos hacia el futuro. Ya nada sería imposible, una vez que los hombres hubiéramos sido capaces de vencer a la misma muerte. En ese momento yo, Víctor Frankenstein, me sentí Prometeo, que le arrebató a los dioses el secreto más preciado para entregárselo a los hombres. Este había robado el secreto del fuego, yo el fuego de la vida.
Comencé con los preparativos destinados a poner en práctica el secreto al que había accedido, porque nada es el científico si su teoría no se verifica en la realidad tangible.
Por supuesto, no podía simplemente comenzar con el trabajo. Debía esperar una particular conjunción cósmica que sólo ocurre en cierto solsticio, según las explicaciones de Paracelso. Hechos los cálculos comprendí en cierto momento que la conjunción esperada había llegado.
Veo en la expresión de usted cierta perplejidad ante estas definiciones. Créame que lo comprendo perfectamente. Usted ha dedicado su vida a cuestiones que nada tienen que ver con estos arcanos, que aún para los iniciados son terriblemente intrincados. Creo que será necesario que le explique brevemente:
En el período terrestre y cósmico en que nos hallamos, esperando el nuevo ciclo que determinará en la Tierra nuevas mutaciones, una nueva clasificación de las especies y el retorno al gigante-mago, al hombre-dios, en este período, decimos, coexisten en el Globo especies procedentes de diversas fases del secundario, del terciario y del cuaternario. Ha habido fases de ascenso y fases de derrumbamiento. Ciertas especies muestran las señales de la degeneración; otras, son anuncio del futuro y llevan el germen del porvenir. El hombre no es uno. Y así los hombres no son descendientes de los gigantes, sino que aparecieron después de los gigantes. Fueron creados a su vez por mutación. Pero, ni siquiera esta Humanidad media pertenece a una sola especie. Hay una humanidad verdadera llamada a conocer el próximo ciclo, dotada de los órganos psíquicos necesarios para desempeñar un papel en el equilibrio de las fuerzas cósmicas y destinada a la epopeya. De un milenio al otro, la Humanidad pasa por pruebas de perfeccionamiento. El período solar del Hombre toca a su término y pronto se podrán descubrir las huellas del superhombre. Se anuncia una nueva especie que expulsará a la vieja Humanidad, porque todo lo viejo deberá derrumbarse para dar paso a lo nuevo, como los solsticios son reflejo y símbolo del ritmo vital, que no sigue una línea recta, sino la espiral, así la Humanidad progresa por una serie interminable de saltos y revueltas.
¿Lo comprende usted ahora? La conclusión directa de este razonamiento es que la creación no ha terminado. El hombre llega claramente a una fase de metamorfosis. La antigua especie ha entrado ya en el estadio del agotamiento. Los sabios ocultos aseguran que la Humanidad sube un escalón cada setecientos años y tras ese escalón se espera el advenimiento de los Hijos de Dios. Toda la fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Las dos variedades –la vieja y la nueva- evolucionarán rápidamente en sentido divergente. Una de ellas desaparecerá y la otra florecerá. Será infinitamente superior al hombre actual. Pues bien, mis cálculos y estudios me indicaron, sin lugar a dudas, que ese momento único había llegado y que yo, Víctor Frankenstein, estaba llamado a protagonizarlo, a colaborar con la fuerza del Cosmos en la creación de la nueva raza.
Llegado a este punto, la actividad se volvió febril. Pasé meses recolectando la materia primordial con la que iba a trabajar: cuerpos, cadáveres humanos, pobres desperdicios hediondos en los que alguna vez sopló el hálito dela vida. Partes de seres imperfectos que formarían al ser perfecto.
Era un trabajo repugnante, inmundo. Irrumpir en las noches en los cementerios apartados, abrir ataúdes hediondos, mohosos. Hundir las manos desnudas en los lodosos líquidos de la descomposición. Pasar, en ocasiones, la noche entera saqueando una tumba tras otra hasta encontrar el elemento que necesitaba, encontrándome con las visiones más indescriptibles, terribles aún para alguien como yo, habituado al trato con cuerpos muertos. Y todo ello completamente solo, porque sabía bien que ningún otro hombre sería capaz de comprender que una tarea tan vil era desgraciadamente necesaria para completar la más grande obra que jamás se hubiera llevado a cabo.
Enseguida se me presentó el primero de los múltiples problemas que aquejaron mi trabajo: había conseguido arrendar un sitio convenientemente alejado de la ciudad, porque mi proceder tenía por condición sine qua non el total aislamiento, el más completo de los secretos. Elegí en consecuencia una abandonada y ruinosa torre medieval que se alzaba en un alejadísimo promontorio, en los contrafuertes de las montañas del Este, rodeado de espesos bosques y, según me enteré, con una cierta leyenda fantasmal que mantenía a los supersticiosos campesinos convenientemente alejados. Allí monté, a los largo de dos agotadores meses previos, mi laboratorio completo. El sitio era ideal, pero su virtud era también su principal defecto, pues convertía los acarreos nocturnos de materia muerta en algo penoso y harto difícil.
Ahora pienso que debí estar preso de una fiebre especialmente maligna, que nubló mi razón a la vez que me otorgó una aparentemente inagotable fuerza para hacer todo eso sin la menor ayuda. Pero me estoy desviando del tema. Le explicaba yo de mi primer problema en la tarea que me había impuesto. Los trozos de cuerpos que noche a noche llevaba a mi laboratorio se corrompían aceleradamente, los gases y los líquidos de la descomposición saturaban el lugar haciéndolo inhabitable, inhumanamente repugnante. Estar incluso en las cercanías significaba acercarse a los límites mismos del asco, de la más abyecta repulsión Había dispuesto yo en el sótano de la torre, una antigua mazmorra cuyas paredes de piedra rezumaban agua salobre por la constante filtración de un arroyo subterráneo, una serie de largas cajas de madera en la que almacenaba los restos, pero más pronto que tarde el lugar se llenó de alimañas. Las ratas y los insectos, atraídos por el hedor, infestaron el sitio en cantidades increíbles. Comprendí entonces que debía suprimir el olor a podredumbre para que dejara de atraer a los animalejos. Resolví esto haciendo excursiones diarias a la montaña para acarrear nieve, con la que pude frenar razonablemente la degradación de los restos con los que tenía que trabajar. Dos semanas me costó eliminar a las ratas y poder poner manos a la obra, ya urgido por el límite de tiempo al que mis cálculos me obligaban incuestionablemente, y que se acercaba con rapidez.
Por fin pude comenzar mi obra magna, aunque ahora no dejo de maldecir esa hora en que todo comenzó, hora en la que, borracho de un falso poder, jugué a ser Dios y atraje a este mundo, no la instancia primera de un increíble progreso, sino una terrible maldición que todavía no ha terminado.
Prestos los elementos para mi trabajo, comencé a construir un cuerpo de hombre, no a imagen y semejanza de mi propia humanidad, sino de acuerdo a los datos que las leyendas nos dan de los gigantes, verdaderos hijos de los ángeles, criaturas de Dios. Así construí con huesos de hombres comunes, los huesos que formaron el esqueleto del superhombre, pieza por pieza como un artesano relojero va dando forma a la maquinaria que está destinada a funcionar para siempre. Trabajosamente di forma a la masa de músculos que sostendría la resistente arquitectura ósea. Palmo a palmo creé el larguísimo camino de venas y arterias por el que correría el fluido de la vida. Mi querido amigo, si viera usted con qué dedicación de artífice llevé a cada milímetro cuadrado de ese cuerpo los capilares que irrigarían, con qué perfección distribuí las terminales del sistema nervioso que haría posibles las sensaciones; el sistema respiratorio que posibilitaría la oxigenación y la vida; el digestivo, con el que se alimentaría. Cómo apliqué cada diente en las encías, cómo puse en su lugar los ojos con que me vería a mí, a su creador, cuando por fin despertara. Si pudiera figurarse usted con qué amor construí aquél cuerpo, con qué delicadeza lo cubrí con piel, con qué tenaz obcecación luché contra la descomposición, que florecía aquí y allá a medida que yo avanzaba en mi tarea creadora, como una fuerza enemiga que busca cualquier mínimo intersticio para hacer valer sus fueros. Ah, si pudiera describir cabalmente la emoción que colmó mi mente y mi espíritu cuando por fin, al cabo de cientos de horas de trabajo durante las cuales apenas si comí y casi no dormí, tuve ante mi la obra de mi vida terminada, y justo a tiempo, porque esa noche era el momento predicho para que la Creación manifestara en mi criatura toda la tremenda fuerza de su poder.
Llegado a este punto se preguntará usted cómo se manifestaría esa fuerza a la que me refiero. Es una pregunta justa, aunque la respuesta está cada día ante los ojos de cualquier hombre que sepa verla: el rayo. Es la mayor de las fuerzas del cosmos descargada sobre la tierra y así como puede matar, también puede crear la vida.
Esa noche una terrible tormenta que bajó de las montañas se abatió sobre el valle. Era el momento indicado. Utilizando una cureña montada con poleas y roldanas subí el cuerpo hasta lo alto de la torre, en donde había preparado con anterioridad una vara de bronce de seis metros de largo asegurada a una de las almenas con pretiles de hierro. No era esta una idea concebida al azar. No. Estuvo cuidadosamente basada en los tratados de metalurgia de Agrippa y Paracelso, quienes recomiendan dichos metales como los mejores conductores de la energía del rayo. Seis gruesos hilos de cobre trenzado salían de la base de la vara, a la que habían sido soldados con plata pura y cada uno de ellos terminaba en una larga aguja de bronce de unos treinta centímetros de longitud. Hundí una aguja en cada uno de los miembros de la criatura, una en su corazón y la última en el cerebro, por medio de un orificio practicado en la base del cráneo. Todo estaba preparado. Ahora debía esperar a que la Divina Voluntad terminara mi trabajo y abriera las puertas al próximo paso de la Humanidad. Mi parte estaba hecha. Gracias a mí el hombre habría domado al rayo, habría vencido definitivamente a la muerte, sería el dueño y señor de los elementos, quien comandara las tormentas y las mareas. Seríamos la voluntad maestra de la Creación toda.
La tormenta arreciaba y ya no había allí arriba nada que yo pudiera hacer, de modo que bajé a protegerme.
Pero cuando llegué al laboratorio se operó en mí un curioso cambio. Como alguien que hace algo bajo los efectos euforizantes del opio y luego despierta débil y confundido, incapaz de comprender lo que ha hecho, me hallé mirando el sitio en donde había pasado los últimos meses trabajando febrilmente y me pareció un matadero. El tremendo hedor a muerte que saturaba el aire me repugnó profundamente. Los suelos manchados de sangre, con restos de materia orgánica desparramados por doquier, me pareció una visión del infierno mismo. Yo mismo, con mis ropas desgarradas, hediondas y sucias de sangre y vísceras, me resultaba algo imposible de tolerar. Sentí que enloquecía y dando un fuerte grito, ahogado por los salvajes truenos que rebotaban en la torre, salí de allí quitándome toda la ropa y así, desnudo y demente, salí a la lluvia y dejé que me lavara como quien busca una absolución. En ese mismo momento un rayo enorme pareció partir el cielo en dos, se precipitó como una jauría de demonios hacia la tierra y cayó sobre la cúspide de la vara, descargando tal potencia sobre ella que causó una terrible explosión que derrumbó la almena de piedra a la que estaba asegurada. Si yo hubiera estado allí, de seguro hubiera muerto. Puedo asegurarle que cada día desde entonces he deseado que así hubiera sido.
Luego de aquél terrible rayo, la tormenta se disipó con rapidez, llevada hacia el norte por los vientos huracanado que se desataron. Yo, aterido y empapado, volví a la torre y me envolví en un viejo capote que allí guardaba. Largo tiempo estuve así, acurrucado contra una pared, sin atreverme a comprobar si mi obra había tenido éxito, porque de pronto ese éxito tan deseado se me hacía insoportable. Pero entonces lo oí, en el silencio que sobrevino luego de que amainara la tormenta. Era un sonido ahogado, convulso, algo que nunca había oído antes. Subí las escaleras lentamente, paso a paso hasta llegar arriba y entonces lo vi. Se estaba moviendo. El cuerpo que yo había creado de cientos de otros cuerpos muertos, estaba vivo y se sacudía en la cureña como si sufriera convulsiones. Un grito entrecortado y ronco salía de su boca abierta. Humeaba. De todo el cuerpo salía un vapor hediondo y grasiento. Me acerqué a él. La piel de su rostro se había quemado horriblemente con la misma fuerza del rayo que lo había traído a la vida. Sus ojos parecían velados por el glaucoma. El precio que había pagado por vivir era el de parecer un monstruo. Lentamente fue quedándose quieto, a medida que los efectos del rayo iban disminuyendo y la leve llovizna actuaba evidentemente como un bálsamo. Sus gritos se transformaron gradualmente en un gemido bajo y prolongado. Su respiración era estertórea pero firme. Estaba vivo. Y comprender eso me causó un indecible terror. Yo lo había hecho y en ese mismo momento, tan arrepentido estaba que la idea de destruirlo surgió espontáneamente en mi agitado cerebro. Y entonces, como si hubiera tenido la facultad de leer mi pensamiento, la criatura abrió los ojos, esos ojos blancuzcos y espantosos, y me miró. Y pude ver en ellos que no abrigaban sino la más absoluta y pura maldad.
Algo había salido terriblemente mal.

FIN
MARIO PAULELA
Año 2003