miércoles, 22 de abril de 2009

BRUJAS


En 1980 conocí a una chica poseída por un diablo. O al menos es eso lo que me dijo su madre, la tarde de ese verano en que estuve en su casa por primera y última vez.
Tal vez debiera explicar cómo llegué a esa casa, miserable y sucia que estaba a una cuadra de la mía, allá en Mataderos: poco tiempo antes había conocido a un cura exorcista. Así como suena. Era un italiano alto y con el porte de un galán de cine entrado en años, con un leve parecido físico con Vittorio de Sica y que hablaba con absoluta naturalidad de cosas que a cualquier otro tipo lo harían parecer un demente, con ese impecable acento romano.
Su nombre no es relevante, y no sé qué habrá sido de él, si está vivo o no, pero aquél verano me contó sus experiencias de lucha contra los demonios que se meten en las personas.
La verdad es que no se si esas historias eran verdaderas o falsas, o tal vez un poco de las dos cosas, pero lo que importa es que yo las creía. En mi cabeza se proyectaban las imágenes de mujeres levitando, niños berreando como ovejas y campesinos analfabetos que de pronto largaban largas parrafadas en perfecto latín eclesiástico, como las escenas de la película de William Friedkin que tanto me había aterrado el año anterior. Era la certeza de la existencia de todo un mundo sobrenatural y escalofriante que creía limitado a la literatura y el cine. Fue este cura quien me llevó aquella tarde a esa casa, a acompañarlo a rezar por la chica poseída. Recuerdo que le pregunté si la chica estaba realmente poseída. “Claro que sí”, me dijo. “¿no te dije que el diablo siempre anda buscando entrar en las personas?”. Así de natural.
Llegamos a la casa después del mediodía. No recuerdo qué dije en casa que iba a hacer. Seguro que no dije la verdad, porque por ahí si le hubiera dicho a mi vieja que me iba a participar en un exorcismo, no me hubiera dejado ir. La casa era un chalet prefabricado en muy malas condiciones en un terreno mínimo que había tras un paredón encalado, en el que una puerta desvencijada de madera pintada de verde te dejaba entrar a un patio sucio de baldosas rotas y yuyos que crecían entre las rajaduras. Era una casita mínima que alguna vez estuvo pintada de blanco, pero que ahora exhibía un color roñoso y enfermizo imposible de identificar. Podía ser gris o marrón, pero no era en realidad ninguno de los dos.
Recuerdo que lo primero que salió a recibirnos, además de la madre de la chica, fue el olor de la orina de los gatos. Por la intensidad, tal vez debía haber cientos de ellos por ahí, pero yo no vi a ninguno. La casa estaba silenciosa e inmóvil. Pude ver que del chalet caído como si fuera un auto con una goma pinchada, salían varias sogas con ropa colgada, secándose. Del otro lado del patio, una construcción de ladrillo sin revocar, de aspecto vetusto y mohoso, a cuya pared llegaban las sogas, cumplía las funciones de cocina. Era un lugar triste, como esos sitios oscuros de los sueños que sin remedio están destinados a degenerar en pesadillas. O tal vez ese era el color que le daba mi miedo, que para ese momento tenía una consistencia tal que podría haber servido para poner en marcha un motor.
El cura resolvió con solvencia el saludo y el ingreso a la casa. La mujer lo miraba con una mezcla indecisa de desconfianza y algo que parecía temor, pero que bien pudo ser sencillamente nervios. Yo no había visto a su hija todavía, pero ella parecía una loca de atar. Vestía con descuido una ropas grisáceas que alguna vez habían sido negras, como si llevara un luto de años. El pelo, abundante y rizado, se dividía en un negro azabache y el blanco plateado de las raíces. Y sus ojos. Cuando me miró, antes de preguntarle al cura qué hacía yo allí, parecían los ojos de un pescado. Y la piel de su cara, blanca y poco saludable, se enrojecía ferozmente alrededor de ellos. Era como una de esas pacientes psiquiátricas de las películas de terror. Esas que en un momento te están hablando de su muñeca y al segundo siguiente sacan un cuchillo de cocina y te lo clavan en mitad de la cabeza.
La mujer nos hizo pasar y cerró la puerta detrás de nosotros. Recuerdo que el cura me puso la mano en el hombro, tal vez porque se dio cuenta de que estaba temblando. No se ahora, pero aquella tarde seguro que no estaba listo para mirar cara a cara a un diablo. Para cuando entramos en la casucha, yo hacía mucho que me había arrepentido de haber aceptado la invitación del exorcista.
El siguiente olor que esperaba detrás de la cortina raída que cubría la abertura de la puerta era el del vómito. Ese olor repugnante a queso, pero mezclado con otros muchos olores de los que genera el cuerpo humano. Todos juntos. Allí fue mi primer arcada. Lamento decir que no fue la última.
Bueno, allí estaba lo que habíamos venido a ver. Estaba vestida con un piyama rosado ridículamente alegre para el contexto terrible en que estaba. Porque la chica era un ruina: era apenas un esqueleto revestido por una piel amarillenta. Sus ojos eran enormes, globulares como los de un insecto y tenía los dientes destrozados y ennegrecidos. (“se los rompió ella” dijo la madre, “por eso tuve que atarla. Por eso y porque se arrancaba el pelo de a mechones enteros”). Y estaba atada, sí. Atada a un sillón forrado con sábanas sucias. Allí se movía espasmódicamente, gimiendo, con el pelo negro cortado casi a cero. Y entonces comprendí que hasta ese momento nunca había sentido miedo de verdad. Que el miedo de verdad era eso que sentía en ese momento. Esas ganas de no estar allí, de no haber ido jamás a esa casa, de no haber visto nunca esa maldita película.
Esta parte la recuerdo fragmentariamente. El cura asentía comprensivamente cuando la madre le narraba las cosas que pasaban en su casa, con su hija que tenía un diablo adentro. En un momento le preguntó si había hablado, si había dicho algo. Pero no recuerdo si la mujer contestó que sí o que no. Sí recuerdo que él dijo que si Dios permitía que el exorcista venciera al demonio, este podía obligarlo a decir su nombre, como señal de su derrota, algo que en ese momento no comprendí. Pero la verdad es que apenas si prestaba atención: no podía apartar la mirada de la chica en el sillón. Y de a ratos ella, como si conectara brevemente con la realidad, se quedaba mirándome fijo. Y yo pensaba: “ahora va a decir mi nombre y me va a señalar con esas uñas rotas y sucias” pero nada de eso ocurrió. Si hubiera ocurrido, tal vez no estaría contando esto ahora.
El exorcista me pidió que rezara y yo lo hice, pero no fui de gran ayuda, porque al poco rato dije simplemente que tenía que salir a tomar aire, porque casi no podía dominar las arcadas. El me palmeó la espalda y me hizo salir. Y yo me alegré mucho hasta que noté que la mujer había salido detrás de mí. Me ofreció agua, pero dije que no. Entonces señaló un cantero lleno de yuyos que estaba contra el paredón que daba a la calle y me dijo: “ahí encontré los maleficios. Los fui encontrando de a poco. Al principio era una vez por mes, que alguien los tiraba por arriba de la pared. Era pelo atado con una cinta roja. Después encontraba uno nuevo todos los días. Una vez me tiraron aceite bajo la puerta de calle. Me quería hacer el mal. Mi hija estaba sola todo el día, porque yo trabajaba. Al principio me decía que veía gente que caminaba por el fondo. Yo le dije que rezara, o que saliera a la calle cuando los veía, que no se quedara en la casa. Pero ella dijo que solamente pasaban, que no la miraban, que caminaban por el fondo. Una noche llegué a casa y la encontré metida en la cama, tapada hasta la cabeza. Temblaba como si tuviera mucha fiebre. Tenía los ojos extraviados. –quieren entrar, mamá- me dijo. –no me dejes sola porque hoy me hablaron y me dan miedo. Pero yo tuve que irme a trabajar igual. Al día siguiente, cuando volví, la encontré tirada en suelo. Ya no hablaba. Y se había hecho encima. Unos día más tarde dejó de caminar y sólo se movía para pegarse trompadas o arrancarse el pelo. Una vecina me dijo que había encontrado en la vereda un sapo muerto atado con una cinta negra y que le salía pelo de la boca.”
Recuerdo que me pregunté por qué me decía eso a mí. Si ya se lo habría contado al cura. Si al cura le servía de algo saber todo eso, o quién había hecho semejante cosa. Ahora pienso que la pobre mujer estaba en el límite de la locura, o algunos pasos más allá, y que todo ese mambo sobrenatural le ayudaba a creer que su hija tenía algo que otro poder sobrenatural podía curar, porque tal vez intuía que la medicina común, real, no iba a poder hacer demasiado por ella. Pero aquélla tarde de ese verano de 1980, yo estaba lejos de pensar esto y lo único que podía hacer era creer en lo que esa mujer desquiciada me decía en voz baja en el patio de su casa. Recuerdo que miré aprensivamente al fondito lleno de escombros de la casa, tal vez temiendo ver a uno de esos seres que caminaban por allí y le pregunté si sabía quién le había hecho semejante daño a su hija. La mujer asintió con total seguridad, los ojos saltones fijos en mí.“Las brujas” me dijo como quien cuenta un secreto. “Fueron las brujas”.
MP

©2007 Mario Paulela 

1 comentario:

  1. Hey excelente escrito... nada mas que no lo concluiste ojala me indique como termino... pero excelente muy claro y preciso lo que indicas mi correo. roger.puga@hotmail.com

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