sábado, 22 de abril de 2017

RELATO DEL DOCTOR VÍCTOR FRANKENSTEIN

Antes de presentar el relato que sigue, debo hacer una breve aclaración: "Frankenstein" de Mary Wollstonecraft Shelley es una de las mejores novelas que he leído. No sólo por su contexto histórico (fue publicada en 1818, en el cénit del movimiento cultural llamado Romanticismo) sino sencillamente porque está bellamente escrita y la idea seminal que fue su origen procedió de un curioso juego ideado por Lord Byron en su Villa Diodati, en Suiza. El juego en cuestión, conocida es la historia, implicó la composición de un relato gótico de horror durante una noche determinada. Al día siguiente de esa velada alucinante, se  leyeron los esbozos generados por los invitados. En términos exclusivamente literarios, el juego de Byron generó varias obras, pero solo dos que alcanzaron trascendencia en el tiempo: una de ellas, El Vampiro, de John Polidori; la otra, Frankenstein o El Prometeo Moderno (tal su título original) de Mary Wollstonecraft.
Se trata de una obra monumental, obsesiva en su ambiente opresivo y terrible. La reanimación de la materia muerta por medios científicos (en este caso con el novedoso uso de la electricidad) es en verdad una excusa para generar una profundas reflexiones sobre la expiación de los errores, la persistencia de la culpa y la pequeñez del orgullo humano ante la voluntad imperativa de Dios. Hollywood tuvo su parte en convertirla en una historia de horror para la cultura popular masiva, pero la historia del obsesivo científico que busca penetrar en la entretela misma de la naturaleza resucitando a un muerto (la única frontera nunca traspasada por la ciencia, aún hoy, 199 años más tarde) es algo más profundo que la adorable criatura muda reinventada por Boriz Karloff en 1931. Por eso es "Prometeo", el que robó el fuego a los Dioses para entregarlo a los hombres y sufrió por ello un horrible castigo eterno. 
En mi caso -también como un juego- me propuse, hace ya quince años, escribir algo que en la novela no está: la parte mecánica del proceso de resucitación, la descripción minuciosa del trabajo del científico. Mary Shelley no necesitó escribirla y eso es final. Su novela es excelente tal como es. 
De mi parte, sólo me propuse este juego presuntuoso, como una prueba hacia mi propia capacidad literaria. Es eso, nada más.
Con las disculpas del caso, entonces.



RELATO DONDE EL DOCTOR FRANKENSTEIN DETALLA LOS EVENTOS Y TRIBULACIONES QUE DEBIO ATRAVESAR PARA DAR VIDA A UN CUERPO MUERTO Y DE SU PROFUNDO ARREPENTIMIENTO Y HORROR MORAL AL CABO DE DICHO PROCESO.


¿Me juzgará usted como un loco por lo que voy a contarle? ¿Pensará acaso que soy un monstruo? Puedo asegurarle que comprenderé su horror, ya que yo mismo siento escalofríos al volver a repasar los hechos que mis propias manos llevaron a cabo. Sin embargo, me hecho el propósito de referirle a usted toda la espantosa historia de que me ha llevado a este punto del mundo y de mi existencia. Y si ahora mismo noto en la expresión de su rostro una ardiente curiosidad, se perfectamente que esa expresión se trocará, a medida que mi relación avance, en otra del más puro espanto, tanto moral como espiritual. Lo se perfectamente, de modo que no se moleste en protestar que no será así y oiga, se lo ruego, lo que seguramente es el relato más aterrador que ha oído en su vida.
Como ya le he dicho, mis estudios en las ciencias ocultas y los arcanos de la alquimia derivaron en un profundo estudio de las ciencias de la naturaleza. Sin embargo no quedaron aquellos olvidados ni mucho menos y más temprano que tarde me hallé relacionando ambos estudios desde el punto de vista más puramente filosófico, porque ¿no son acaso los conocimientos de lo oculto una mirada sobre la cara escondida, secreta de la naturaleza misma? ¿no es la búsqueda de la Gran Obra, de la Piedra Filosofal, apenas intentos por descifrar los códigos, las claves secretas de la madre naturaleza y de su poder infinito? Sabemos mucho sobre la naturaleza del hombre y de su relación con aquello que lo rodea, con el simple mundo visible, pero comprendemos que esa relación está guiada y regida por fuerzas que no llegamos a comprender y mucho menos a manejar. La proposición filosófica a la que arribé, luego de meditarlo febrilmente fue la que me llevó a cometer el mayor crimen con el que un hombre pueda ofender al Creador de todo lo que existe: la comprensión de que en la naturaleza misma estaba la fuerza dadora de la vida. Esa misma fuerza, la que destruye, es la que construye, sucediéndose a sí misma en un ciclo admirable e infinito de creación y destrucción, de nacimiento y muerte.
Veo en vuestra mirada la misma comprensión que yo tuve: dice la Biblia “leeréis del Libro de la Vida”. Eso significaba que el secreto de la vida estaba allí, listo para ser descifrado por quién supiera leerlo, interpretarlo. Y ese sería yo.
¿Comprende usted cuando le afirmo que estaba ebrio de una vanidad monstruosa? De pronto yo, un simple mortal, supe sin lugar a dudas que estaba en posesión del secreto que no pertenece a nadie sino a Dios. Que había descifrado la clave de la existencia de las cosas. ¡Tenía derecho a sentirme orgulloso! Después de todo, gracias a mí, la ciencia había adelantado mil pasos hacia el futuro. Ya nada sería imposible, una vez que los hombres hubiéramos sido capaces de vencer a la misma muerte. En ese momento yo, Víctor Frankenstein, me sentí Prometeo, que le arrebató a los dioses el secreto más preciado para entregárselo a los hombres. Este había robado el secreto del fuego, yo el fuego de la vida.
Comencé con los preparativos destinados a poner en práctica el secreto al que había accedido, porque nada es el científico si su teoría no se verifica en la realidad tangible.
Por supuesto, no podía simplemente comenzar con el trabajo. Debía esperar una particular conjunción cósmica que sólo ocurre en cierto solsticio, según las explicaciones de Paracelso. Hechos los cálculos comprendí en cierto momento que la conjunción esperada había llegado.
Veo en la expresión de usted cierta perplejidad ante estas definiciones. Créame que lo comprendo perfectamente. Usted ha dedicado su vida a cuestiones que nada tienen que ver con estos arcanos, que aún para los iniciados son terriblemente intrincados. Creo que será necesario que le explique brevemente:
En el período terrestre y cósmico en que nos hallamos, esperando el nuevo ciclo que determinará en la Tierra nuevas mutaciones, una nueva clasificación de las especies y el retorno al gigante-mago, al hombre-dios, en este período, decimos, coexisten en el Globo especies procedentes de diversas fases del secundario, del terciario y del cuaternario. Ha habido fases de ascenso y fases de derrumbamiento. Ciertas especies muestran las señales de la degeneración; otras, son anuncio del futuro y llevan el germen del porvenir. El hombre no es uno. Y así los hombres no son descendientes de los gigantes, sino que aparecieron después de los gigantes. Fueron creados a su vez por mutación. Pero, ni siquiera esta Humanidad media pertenece a una sola especie. Hay una humanidad verdadera llamada a conocer el próximo ciclo, dotada de los órganos psíquicos necesarios para desempeñar un papel en el equilibrio de las fuerzas cósmicas y destinada a la epopeya. De un milenio al otro, la Humanidad pasa por pruebas de perfeccionamiento. El período solar del Hombre toca a su término y pronto se podrán descubrir las huellas del superhombre. Se anuncia una nueva especie que expulsará a la vieja Humanidad, porque todo lo viejo deberá derrumbarse para dar paso a lo nuevo, como los solsticios son reflejo y símbolo del ritmo vital, que no sigue una línea recta, sino la espiral, así la Humanidad progresa por una serie interminable de saltos y revueltas.
¿Lo comprende usted ahora? La conclusión directa de este razonamiento es que la creación no ha terminado. El hombre llega claramente a una fase de metamorfosis. La antigua especie ha entrado ya en el estadio del agotamiento. Los sabios ocultos aseguran que la Humanidad sube un escalón cada setecientos años y tras ese escalón se espera el advenimiento de los Hijos de Dios. Toda la fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Las dos variedades –la vieja y la nueva- evolucionarán rápidamente en sentido divergente. Una de ellas desaparecerá y la otra florecerá. Será infinitamente superior al hombre actual. Pues bien, mis cálculos y estudios me indicaron, sin lugar a dudas, que ese momento único había llegado y que yo, Víctor Frankenstein, estaba llamado a protagonizarlo, a colaborar con la fuerza del Cosmos en la creación de la nueva raza.
Llegado a este punto, la actividad se volvió febril. Pasé meses recolectando la materia primordial con la que iba a trabajar: cuerpos, cadáveres humanos, pobres desperdicios hediondos en los que alguna vez sopló el hálito dela vida. Partes de seres imperfectos que formarían al ser perfecto.
Era un trabajo repugnante, inmundo. Irrumpir en las noches en los cementerios apartados, abrir ataúdes hediondos, mohosos. Hundir las manos desnudas en los lodosos líquidos de la descomposición. Pasar, en ocasiones, la noche entera saqueando una tumba tras otra hasta encontrar el elemento que necesitaba, encontrándome con las visiones más indescriptibles, terribles aún para alguien como yo, habituado al trato con cuerpos muertos. Y todo ello completamente solo, porque sabía bien que ningún otro hombre sería capaz de comprender que una tarea tan vil era desgraciadamente necesaria para completar la más grande obra que jamás se hubiera llevado a cabo.
Enseguida se me presentó el primero de los múltiples problemas que aquejaron mi trabajo: había conseguido arrendar un sitio convenientemente alejado de la ciudad, porque mi proceder tenía por condición sine qua non el total aislamiento, el más completo de los secretos. Elegí en consecuencia una abandonada y ruinosa torre medieval que se alzaba en un alejadísimo promontorio, en los contrafuertes de las montañas del Este, rodeado de espesos bosques y, según me enteré, con una cierta leyenda fantasmal que mantenía a los supersticiosos campesinos convenientemente alejados. Allí monté, a los largo de dos agotadores meses previos, mi laboratorio completo. El sitio era ideal, pero su virtud era también su principal defecto, pues convertía los acarreos nocturnos de materia muerta en algo penoso y harto difícil.
Ahora pienso que debí estar preso de una fiebre especialmente maligna, que nubló mi razón a la vez que me otorgó una aparentemente inagotable fuerza para hacer todo eso sin la menor ayuda. Pero me estoy desviando del tema. Le explicaba yo de mi primer problema en la tarea que me había impuesto. Los trozos de cuerpos que noche a noche llevaba a mi laboratorio se corrompían aceleradamente, los gases y los líquidos de la descomposición saturaban el lugar haciéndolo inhabitable, inhumanamente repugnante. Estar incluso en las cercanías significaba acercarse a los límites mismos del asco, de la más abyecta repulsión Había dispuesto yo en el sótano de la torre, una antigua mazmorra cuyas paredes de piedra rezumaban agua salobre por la constante filtración de un arroyo subterráneo, una serie de largas cajas de madera en la que almacenaba los restos, pero más pronto que tarde el lugar se llenó de alimañas. Las ratas y los insectos, atraídos por el hedor, infestaron el sitio en cantidades increíbles. Comprendí entonces que debía suprimir el olor a podredumbre para que dejara de atraer a los animalejos. Resolví esto haciendo excursiones diarias a la montaña para acarrear nieve, con la que pude frenar razonablemente la degradación de los restos con los que tenía que trabajar. Dos semanas me costó eliminar a las ratas y poder poner manos a la obra, ya urgido por el límite de tiempo al que mis cálculos me obligaban incuestionablemente, y que se acercaba con rapidez.
Por fin pude comenzar mi obra magna, aunque ahora no dejo de maldecir esa hora en que todo comenzó, hora en la que, borracho de un falso poder, jugué a ser Dios y atraje a este mundo, no la instancia primera de un increíble progreso, sino una terrible maldición que todavía no ha terminado.
Prestos los elementos para mi trabajo, comencé a construir un cuerpo de hombre, no a imagen y semejanza de mi propia humanidad, sino de acuerdo a los datos que las leyendas nos dan de los gigantes, verdaderos hijos de los ángeles, criaturas de Dios. Así construí con huesos de hombres comunes, los huesos que formaron el esqueleto del superhombre, pieza por pieza como un artesano relojero va dando forma a la maquinaria que está destinada a funcionar para siempre. Trabajosamente di forma a la masa de músculos que sostendría la resistente arquitectura ósea. Palmo a palmo creé el larguísimo camino de venas y arterias por el que correría el fluido de la vida. Mi querido amigo, si viera usted con qué dedicación de artífice llevé a cada milímetro cuadrado de ese cuerpo los capilares que irrigarían, con qué perfección distribuí las terminales del sistema nervioso que haría posibles las sensaciones; el sistema respiratorio que posibilitaría la oxigenación y la vida; el digestivo, con el que se alimentaría. Cómo apliqué cada diente en las encías, cómo puse en su lugar los ojos con que me vería a mí, a su creador, cuando por fin despertara. Si pudiera figurarse usted con qué amor construí aquél cuerpo, con qué delicadeza lo cubrí con piel, con qué tenaz obcecación luché contra la descomposición, que florecía aquí y allá a medida que yo avanzaba en mi tarea creadora, como una fuerza enemiga que busca cualquier mínimo intersticio para hacer valer sus fueros. Ah, si pudiera describir cabalmente la emoción que colmó mi mente y mi espíritu cuando por fin, al cabo de cientos de horas de trabajo durante las cuales apenas si comí y casi no dormí, tuve ante mi la obra de mi vida terminada, y justo a tiempo, porque esa noche era el momento predicho para que la Creación manifestara en mi criatura toda la tremenda fuerza de su poder.
Llegado a este punto se preguntará usted cómo se manifestaría esa fuerza a la que me refiero. Es una pregunta justa, aunque la respuesta está cada día ante los ojos de cualquier hombre que sepa verla: el rayo. Es la mayor de las fuerzas del cosmos descargada sobre la tierra y así como puede matar, también puede crear la vida.
Esa noche una terrible tormenta que bajó de las montañas se abatió sobre el valle. Era el momento indicado. Utilizando una cureña montada con poleas y roldanas subí el cuerpo hasta lo alto de la torre, en donde había preparado con anterioridad una vara de bronce de seis metros de largo asegurada a una de las almenas con pretiles de hierro. No era esta una idea concebida al azar. No. Estuvo cuidadosamente basada en los tratados de metalurgia de Agrippa y Paracelso, quienes recomiendan dichos metales como los mejores conductores de la energía del rayo. Seis gruesos hilos de cobre trenzado salían de la base de la vara, a la que habían sido soldados con plata pura y cada uno de ellos terminaba en una larga aguja de bronce de unos treinta centímetros de longitud. Hundí una aguja en cada uno de los miembros de la criatura, una en su corazón y la última en el cerebro, por medio de un orificio practicado en la base del cráneo. Todo estaba preparado. Ahora debía esperar a que la Divina Voluntad terminara mi trabajo y abriera las puertas al próximo paso de la Humanidad. Mi parte estaba hecha. Gracias a mí el hombre habría domado al rayo, habría vencido definitivamente a la muerte, sería el dueño y señor de los elementos, quien comandara las tormentas y las mareas. Seríamos la voluntad maestra de la Creación toda.
La tormenta arreciaba y ya no había allí arriba nada que yo pudiera hacer, de modo que bajé a protegerme.
Pero cuando llegué al laboratorio se operó en mí un curioso cambio. Como alguien que hace algo bajo los efectos euforizantes del opio y luego despierta débil y confundido, incapaz de comprender lo que ha hecho, me hallé mirando el sitio en donde había pasado los últimos meses trabajando febrilmente y me pareció un matadero. El tremendo hedor a muerte que saturaba el aire me repugnó profundamente. Los suelos manchados de sangre, con restos de materia orgánica desparramados por doquier, me pareció una visión del infierno mismo. Yo mismo, con mis ropas desgarradas, hediondas y sucias de sangre y vísceras, me resultaba algo imposible de tolerar. Sentí que enloquecía y dando un fuerte grito, ahogado por los salvajes truenos que rebotaban en la torre, salí de allí quitándome toda la ropa y así, desnudo y demente, salí a la lluvia y dejé que me lavara como quien busca una absolución. En ese mismo momento un rayo enorme pareció partir el cielo en dos, se precipitó como una jauría de demonios hacia la tierra y cayó sobre la cúspide de la vara, descargando tal potencia sobre ella que causó una terrible explosión que derrumbó la almena de piedra a la que estaba asegurada. Si yo hubiera estado allí, de seguro hubiera muerto. Puedo asegurarle que cada día desde entonces he deseado que así hubiera sido.
Luego de aquél terrible rayo, la tormenta se disipó con rapidez, llevada hacia el norte por los vientos huracanado que se desataron. Yo, aterido y empapado, volví a la torre y me envolví en un viejo capote que allí guardaba. Largo tiempo estuve así, acurrucado contra una pared, sin atreverme a comprobar si mi obra había tenido éxito, porque de pronto ese éxito tan deseado se me hacía insoportable. Pero entonces lo oí, en el silencio que sobrevino luego de que amainara la tormenta. Era un sonido ahogado, convulso, algo que nunca había oído antes. Subí las escaleras lentamente, paso a paso hasta llegar arriba y entonces lo vi. Se estaba moviendo. El cuerpo que yo había creado de cientos de otros cuerpos muertos, estaba vivo y se sacudía en la cureña como si sufriera convulsiones. Un grito entrecortado y ronco salía de su boca abierta. Humeaba. De todo el cuerpo salía un vapor hediondo y grasiento. Me acerqué a él. La piel de su rostro se había quemado horriblemente con la misma fuerza del rayo que lo había traído a la vida. Sus ojos parecían velados por el glaucoma. El precio que había pagado por vivir era el de parecer un monstruo. Lentamente fue quedándose quieto, a medida que los efectos del rayo iban disminuyendo y la leve llovizna actuaba evidentemente como un bálsamo. Sus gritos se transformaron gradualmente en un gemido bajo y prolongado. Su respiración era estertórea pero firme. Estaba vivo. Y comprender eso me causó un indecible terror. Yo lo había hecho y en ese mismo momento, tan arrepentido estaba que la idea de destruirlo surgió espontáneamente en mi agitado cerebro. Y entonces, como si hubiera tenido la facultad de leer mi pensamiento, la criatura abrió los ojos, esos ojos blancuzcos y espantosos, y me miró. Y pude ver en ellos que no abrigaban sino la más absoluta y pura maldad.
Algo había salido terriblemente mal.

FIN
MARIO PAULELA
Año 2003


 

miércoles, 13 de mayo de 2015

SANCTUM




Llevaron adelante el rito sin fallar en ninguno de sus pasos. Sabían de memoria el complejo ritual de la muerte y lo ejecutaron con fría eficiencia. Se llamó a los embalsamadores y se les permitió trabajar en total privacidad, únicos depositarios de la visión prohibida del cuerpo indefenso y muerto del Pontífice. Nunca revelarían lo que habían visto, nunca lo que habían hecho a esa carne inmóvil que había de ser venerada por millones de fieles. Depositarios de los mismos secretos por generaciones, llevaron adelante su trabajo y dejaron al difunto en el mismo estado en que había de conservarse por la eternidad, con sus vestimentas pontificiales de riguroso rojo, los zapatos del mismo color y la mitra dorada que representaba su poder temporal y espiritual..
Lo adoraron miles desfilando delante del catafalco que lo exponía en toda su gloria, su gesto de anciano dormido congelado y borroso. Millones lo vieron a través de la televisión y su imagen se repitió hasta el infinito. Lo habían amado en vida y lo amaron aún más en su muerte. A voz en cuello proclamaron que era un santo. Dios obraría milagros a través de él.
Después, al cabo de un tiempo prudencial, lo encerraron dentro de tres ataúdes y lo llevaron al lugar donde descansaría para siempre, en la profundidad de una gruta, bajo el altar mayor. Allí dentro, en esa oscuridad perfecta permaneció igual a sí mismo, a salvo del tiempo. Y afuera la vida de todos los que lo habían llorado siguió su curso.
Y en algún momento de la eternidad, en la nada inmóvil de la tumba, abrió los ojos. Pero nunca nadie llegó a saberlo. 

©2005 Mario Paulela

martes, 5 de mayo de 2015

ANA POR LA NOCHE





“Sus facciones revelaban una voluptuosidad
emocionante y repulsiva a la vez,
y en tanto encorvaba el cuello,
se relamió los labios como un animal,
de tal forma que, a la luz de la luna,
pude ver la saliva que resbalaba
por sus labios rojos y su lengua,
hasta sus dientes blancos y puntiagudos.”
Bram Stoker
Drácula


La fuerza bruta de una náusea la sacó del sueño y la hizo incorporarse.
Instintivamente ladeó el cuerpo hacia la derecha, inclinándose con la boca abierta. Roto el equilibrio por el peso de la cabeza, cayó al suelo, en donde vomitó, en cuatro patas como un gato, una enorme cantidad de sangre oscura, espesa y maloliente.
Salía el sol, afuera, detrás de los postigos cerrados. Ana, desnuda y vomitando, se ocupaba poco y nada del amanecer de ese sábado de agosto. Solamente sentía el frío característico de la habitación helándole los pezones, la vulva y la planta de los pies.
El estómago se le sacudía en una serie aparentemente interminable de espasmos. Al vomitar hacía un ruido curioso, forzado, como si gritara, mientras los coágulos caían de su boca al suelo de madera. Así estuvo un buen rato.
Después se trepó temblorosa a la cama y se arropó con las cobijas lo mejor que pudo. Estaba pálida y con los labios entintados de rojo parecía un payaso moribundo. Cerró los ojos. El hedor del vómito saturaba la habitación cerrada. Así era últimamente. Las últimas dos semanas, si no calculaba mal. Nueve veces en ese período, cada madrugada lo mismo: la náusea incontenible que interrumpía el sueño y los vómitos de sangre a medio coagular sobre el parquet del suelo.
Encogida sobre sí misma, casi en posición fetal bajo las colchas, sintiéndose enferma, con las manos juntas entre los muslos para buscar el calor que no tenía, empezó a dormirse. Afuera empezaba un día perfecto. Vida de mierda, fue lo último que alcanzó a pensar.
Durmió todo el día. Todo ese sábado soleado que muchos aprovecharon para pasear y hacer compras. Despertó sintiéndose mejor. Se sentó en la cama. Allí, en la almohada, también había algo de sangre seca, aunque muy poca. Eso le recordó el episodio de la madrugada y volvió a pensar en consultar con un médico. Tal vez tuviera cáncer o algo por el estilo. Sin embargo, en ese momento se sentía tan bien que la idea parecía extrañamente absurda, como si surgiera más de un mal sueño que de la realidad.
Salió de la cama con un movimiento elástico y caminó hasta la ventana sin mirar el vómito que ya se había secado en el piso. Descorrió la cortina y abrió los vidrios dejando entrar el fresco de la noche recién comenzada. Ni siquiera pensó en que estaba completamente desnuda. Miró la calle que se estiraba debajo de ella hasta perderse en el paredón del hospital después de viborear en la ochava  de un almacén. Era una noche silenciosa porque el barrio era silencioso, alejado de las bocinas y el bullicio del centro. Era loco, pero veía cada detalle de las cosas aún en la poquísima luz municipal. Eso también le venía pasando últimamente. Solo que, a diferencia de los vómitos, esto le gustaba. Le parecía divertido.
Ana se daba cuenta de que algo en ella había cambiado, aunque no era capaz de precisar qué y cuándo. Desde unos días para atrás, todo era una nebulosa, como si se tratara de la vida de otra persona. No recordaba nada. O casi nada. Caras, voces, sensaciones, se le mezclaban en un revoltijo sin forma. A veces, en esos momentos agónicos después de vomitar la sangre, cuando el día se insinuaba tras la ventana como una amenaza, se preguntaba qué tan enferma estaría, si no había nadie que viniera a cuidarla o al menos a interesarse por ella. En esos momentos, lloraba mucho y terrores sin forma, como cuando uno recién despierta de una pesadilla y la realidad parece quebradiza e infectada por lo que estaba en los sueños, esos terrores, le envolvían el cuerpo. Y sentía frío. Hasta que se dormía.
Por el contrario, a la noche, cuando despertaba, se sentía optimista y ni siquiera recordaba que no recordaba nada. Y nada parecía importarle porque la invadía una euforia difícil de aplacar.
Y no reparaba en su desnudez, ni en lo abandonado y ruinoso del altillo que le servía de refugio, donde pululaban las arañas y las cucarachas. Desnuda miraba la calle, oyendo a los ratones chillar allá abajo en el hueco de las alcantarillas y a los gatos caminar por los techos, inútilmente sigilosos. En esos momentos era feliz. Sentía una felicidad feroz, lisérgica. Se sentía poderosa e infinita.
Y cuando la figura de un chico apareció corriendo por la esquina, protegido de todos por la oscuridad menos de la mirada de Ana, ella dejó de pensar, se arrojó por la ventana desvencijada, voló como un águila fantástica por el aire oscuro y cayó sobre él con las manos y los pies hacia delante como un ave de presa, tumbándolo en la vereda sin darle tiempo siquiera a gritar. Buscó su garganta suave con los dientes enorme, afilados, mientras sus uñas, como garras, le desgarraban la piel del cuerpo.
Bebió de él; se alimentó de él, de esa sangre joven, caliente y lujuriosamente dulce hasta que no quedó casi nada. Lo hizo sin sutilezas, con un salvajismo inocente reflejado en sus ojos dilatados y rojizos. Su olfato, excitado por el hedor de la sangre y el miedo del chico le llevaron a un paroxismo de violencia. Mordió, masticó, excavó en ese cuerpo.
Cuando terminó, como siempre, de su víctima no quedaba casi nada para reconocer.
Saciada, satisfecha, voló de vuelta hasta la ventana del altillo del viejo garage abandonado y entró por ella como un viento, levantando las pesadas cortinas de lona que llevaban allí casi un siglo. Cayó en la cama, jadeante, los ojos todavía anormalmente agrandados. El cuerpo desnudo y grácil embarrado de sangre.
Había cambiado, se dijo cuando pudo volver a pensar. No sabía en qué ni cuando, pero era hermoso y poderoso. En la boca tenía el sabor de la vida eterna.
Era una pena que a la mañana, junto con el vómito, todas esas sensaciones tan agradables se le borraran de la mente.
MP

©2008 Mario Paulela

LA BESTIA Y LA VENTANA




Mirando atentamente a través del vidrio, la bestia vio que empezaba a llover.
Detrás de la ventana cerrada, en la habitación a sus espaldas, no se oía más que el silencio.
Y la lluvia azotó con fuerza el campo y el techo de la casa solitaria. Y también el río y los animales lejanos que buscaron refugio bajo los árboles.
Y un relámpago, el primero de muchos, rajó la oscuridad con un dramático estruendo luminoso.
Los ojos de la bestia miraron esa luz blanca sin pestañear y sus retinas atesoraron su brillo mortal por un largo tiempo.
La tormenta duró hasta el amanecer y su fiereza inundó los valles. El río se hinchó y se llevó consigo animales y chozas cercanas. Fue la peor tormenta en muchos años y aún una generación más tarde, todavía se hablaría de aquella catástrofe.
Cuando la luz del día, borroneada por el temporal, se hizo más clara, la bestia se alejó de la ventana y miró a la mujer atada en la cama, en medio de la habitación. Estaba muy lastimada y enloquecida de terror. Sus ojos, amoratados y llorosos, miraban desorbitados a la bestia. Había sangre por todas partes.
Y la bestia dijo:
-voy a extrañarte cuando ya no estés.
Había en su voz un tembloroso matiz de cariño.

©2007 Mario Paulela

viernes, 15 de junio de 2012

EL VENCEDOR GUSANO


¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.
Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe
el Vencedor Gusano.

Edgar Allan Poe, Ligeia (Trad.: Julio Cortázar)

miércoles, 6 de junio de 2012

DEBO IRME, MI PLANETA ME NECESITA

La frase del título pertenece (lo sabrán los entendidos) a Los Simpsons. La dice Poochie, el perro rockero, cuando lo sacan abruptamente de la serie de dibujos animados en la que había debutado con poca suerte como personaje secundario. 
Se ha muerto Ray Bradbury. Y quizás se le pudiera hacer decir lo mismo, que debía irse porque su planeta lo necesitaba. Marte, claro.
Si las Crónicas Marcianas plantearon un punto de inflección en la literatura de Ciencia Ficción, la obra integral de Bradbury, junto con Asimov, Philip K. Dick y otros gigantes, le dieron a ese género literario una sólida base filosófica. Es decir, propusieron un corpus conceptual acaso inalterable desde el cual abordarlo.
Los datos biográficos son irrelevantes para un tipo como Ray Bradbury. La huella de su paso por nuestro planeta excede por completo esos embelecos engañosos. Puedo atestiguar, sin embargo, que llegó a mi vida con un libro extraño que aún puedo leer con avidez: La Feria de las Tinieblas, el título en castellano de "Something wicked this way comes", que es una cita del Hamlet de William Shakespeare: "por las cosquillas en mis pulgares, algo malo viene hacia acá" es la frase. Una premonición del desastre. 
Alimentó con abundancia el territorio de mis fantasías infantiles, contrapesando con su narrativa luminosa la oscuridad que ya había sembrado allí Edgar Poe. Las aventuras de Jim Nightshade y su amigo Will fueron también mías, un poco como me había ocurrido con Twain y su Tom Sawyer. Seres maravillosos, protagonistas de historias maravillosas.
Pocas lecturas de la infancia o la adolescencia resisten el paso de los años, siempre dentro de la subjetividad propia de cada persona. La Feria de las Tinieblas sobrevivió mi propio paso del tiempo como pocos libros de aquella época de mi vida. 
Existe una escuela literaria que afirma que el escritor escribe (o debe escribir) exclusivamente sobre lo que ve o conoce de primera mano. Es, claro está, una mirada apenas. Una que niega el vasto campo de la imaginación en favor de la experiencia vivencial. Y que limita, sin dudas, el rico campo de la producción literaria fantástica a casi una crónica periodística. Según esta escuela tan autolimitada, el bueno de Ray jamás podría haber escrito sus Crónicas Marcianas. No es demasiado probable que haya estado efectivamente allá. Por lo tanto, no estaría autorizado a escribir sobre lo que no conocía.
Por suerte, la fantasía existe, aún a pesar de los que intentan demolerla. Allí habitará para siempre este viejo sublime cuya imaginación desmedida permitió vislumbrar, tanto el dibujo de mundos acaso improbables, como el futuro de nuestro propio mundo antes de tiempo. Es algo parecido a la mirada del profeta. 
Cuando el gran John Houston decidió llevar al cine la monumental novela Moby Dick de Herman Melville, lo eligió a él, que era un joven guionista casi desconocido, para adaptar ese desmesurado edificio literario a una película de una hora y media de duración. Sus experiencias alucinantes durante aquella filmación en Irlanda, en la década del cincuenta, con Houston brillando en todo el esplendor de su locura y su autoritarismo, se hallan narradas en su mejor libre de no ficción, Sombras Grises, Ballena Blanca. Allí, en ese jovenzuelo aterrado por la figura del legendario director, que lo obligaba a ir de una taberna a otra para absorber el "color local" junto con el whisky y las peleas a trompada limpia, formó al escritor genial que se destacó a partir de los años sesenta con su prosa creadora de maravillas.
Vivió casi un siglo, el fin del cual lo halló despotricando contra la modernidad que él, quizás, contribuyó a crear. Repudió a los correos electrónicos porque favorecían, según su parecer, la desaparición de la escritura tradicional como forma de comunicación entre las personas. Más lenta pero más personal y sensible. 
Significa, tal vez, que ya no se sentía obligado a sentir apuro por nada.
Escribió una vez que "la muerte es un asunto solitario". Debe de haberlo comprobado ahora. No es poco.
Por último, transcribiré aquí, con la disculpa del lector, un párrafo de mi novela preferida del viejo Ray. Porque sí, porque realmente creo que hay que cuidarse de las gentes de otoño:
- Para algunos el otoño llega temprano y se queda mucho tiempo en la vida; octubre sigue entonces a septiembre y noviembre sigue a octubre, y luego, en vez de diciembre y el nacimiento de Cristo, no hay Estrella de Belén, no hay regocijo, y septiembre vuelve otra vez y el viejo octubre, y así durante años, sin invierno ni primavera, ni verano vivificante. Para estas gentes el otoño es la estación normal, el clima único sin alternativa. ¿De dónde vienen? Del polvo. ¿Adónde van? A la tumba. ¿Es sangre lo que les corre por las venas? No, el viento de la noche. ¿qué se les mueve en las cabezas? El gusano. ¿Quién habla por las bocas de estas gentes? El sapo. ¿Quién ve por esos ojos? La serpiente. ¿Quién oye en esos oídos? El abismo entre dos astros. Pasan la tormenta humana por el cedazo en busca de almas, devoran la carne de la razón, llenan las tumbas de pecadores. Los impulsa un frenesí. Invaden todo como escarabajos en ráfagas; reptan, se arrastran, se filtran, oscurecen las lunas y enturbian las aguas claras. La tela de araña los oye, tiembla... y se rompe. Son las gentes del otoño. Cuídate de ellos. 
MP


©2012 Mario Paulela