viernes, 14 de agosto de 2009

EL OSCURO MUNDO DE EMILE FRIANT




Gracias a Enrique Ricagno, quien trajo a mi atención la obra de este artista maravilloso.

miércoles, 15 de julio de 2009

ANNABEL LEE



Este hermoso poema de Edgar Allan Poe fue escrito en 1849.
La narración es de Marianne Faithfull, para el disco Closed on account of rabies, en el que diferentes intérpretes entregan magníficas versiones de la obra del más grande escritor fantástico de la historia.

miércoles, 6 de mayo de 2009

ENCUENTRO CON EL DIABLO

Allá por 1939, en la calle José Enrique Rodó, entre Coronel Cárdenas y Cosquín, trabajaba en la carnicería de su tío Nicola, un calabrés pícaro y pequeño como un gnomo que estaba siempre de buen humor. Su nombre no viene al caso. Era joven, fuerte y el oficio del corte se le daba naturalmente. En más de una ocasión, su tío le aseguró que algún día la carnicería sería suya. A mediados de 1937, cuando tenía veintiún años, se había casado con un chica de la calle Saladillo, bonita y tímida, de una familia italiana lejanamente emparentada con tío Nicola. La fiesta de casamiento fue la comidilla del barrio y el asado mitológico que sirvió de convite a los muchos parientes y amigos se comentó hasta mucho después, incluso después de todo lo que ocurrió.

Se iba todas las mañanas a las cinco a la carnicería para recibir la carne, mientras su tía le cebaba mates y le charlaba de los chismes que había escuchado el día anterior en la feria. Ella era una mujer pequeña, de ojos azules transparentes y sonrisa fácil, nacida en la Lombardía, al norte de la bota. Los parientes más lejanos le preguntaron más de una vez qué hacía casada con un hombre del sur, para ellos, casi un africano.

Mientras el tío preparaba la venta del día, él se enforzaba en la cavernosa heladera colgando las medias reses de los ganchos del techo. Era un trabajo duro y el frío le sacaba sabañones crueles en las orejas, que a la noche su esposa le curaba con agua de halibour tibia. La quería. A ella y a su hijo varón, de su mismo nombre. No creía que se pudiera ser más feliz.

Una tarde del invierno del año que comenzó la guerra, llegó a la carnicería demudado. Su tía le preguntó si tenía fiebre, pero él ni siquiera le respondió. Se puso a trabajar sin decir palabra y nada que alguno de sus tíos dijera, lo animaba a hablar. Parecía reconcentrado, ido. A media mañana, bruscamente rompió el silencio para decirle a su tío que iba a salir un momento. Salió al frío del día en camiseta, sin siquiera abrigarse, con el delantal puesto y el birrete blanco todavía en la cabeza de pelo negro y rizado. Nadie vio que llevaba escondida bajo el delantal la cuchilla grande que usaba para trozar las reses.

Caminó las tres cuadras que lo separaban de su casa. Entró casi tirando abajo la puerta del jardín y marchó a la pieza. Allí estaba su mujer. Sacó la cuchilla y la asesinó de más de veinte puñaladas. Su brazo fuerte y entrenado en el arte del corte, hizo un trabajo estremecedor.

Dejó tendido el cadáver destrozado y salió al patio. Allí lo encontró la partida policial, que llegó después de que un vecino, alertado por los gritos de ella, avisara al vigilante de la esquina. Estaba bañado en la sangre de su mujer. Cuando lo apuntaron, dejó caer la cuchilla roja y chorreante, alzó las manos y se entregó mansamente. Pasaría en la cárcel los siguientes cuarenta años de su vida.

A la policía le dijo que un paisano al que no conocía le dijo que su mujer lo engañaba con otro mientras él estaba en el trabajo. Al paisano en cuestión nadie pudo hallarlo.

Algunos de sus familiares no dudaron y por el resto de sus vidas aseguraron que había sido el propio díavolo quien había emponzoñado los oídos y la mente del muchacho.
MP

©2012 Mario Paulela 

miércoles, 22 de abril de 2009

BRUJAS


En 1980 conocí a una chica poseída por un diablo. O al menos es eso lo que me dijo su madre, la tarde de ese verano en que estuve en su casa por primera y última vez.
Tal vez debiera explicar cómo llegué a esa casa, miserable y sucia que estaba a una cuadra de la mía, allá en Mataderos: poco tiempo antes había conocido a un cura exorcista. Así como suena. Era un italiano alto y con el porte de un galán de cine entrado en años, con un leve parecido físico con Vittorio de Sica y que hablaba con absoluta naturalidad de cosas que a cualquier otro tipo lo harían parecer un demente, con ese impecable acento romano.
Su nombre no es relevante, y no sé qué habrá sido de él, si está vivo o no, pero aquél verano me contó sus experiencias de lucha contra los demonios que se meten en las personas.
La verdad es que no se si esas historias eran verdaderas o falsas, o tal vez un poco de las dos cosas, pero lo que importa es que yo las creía. En mi cabeza se proyectaban las imágenes de mujeres levitando, niños berreando como ovejas y campesinos analfabetos que de pronto largaban largas parrafadas en perfecto latín eclesiástico, como las escenas de la película de William Friedkin que tanto me había aterrado el año anterior. Era la certeza de la existencia de todo un mundo sobrenatural y escalofriante que creía limitado a la literatura y el cine. Fue este cura quien me llevó aquella tarde a esa casa, a acompañarlo a rezar por la chica poseída. Recuerdo que le pregunté si la chica estaba realmente poseída. “Claro que sí”, me dijo. “¿no te dije que el diablo siempre anda buscando entrar en las personas?”. Así de natural.
Llegamos a la casa después del mediodía. No recuerdo qué dije en casa que iba a hacer. Seguro que no dije la verdad, porque por ahí si le hubiera dicho a mi vieja que me iba a participar en un exorcismo, no me hubiera dejado ir. La casa era un chalet prefabricado en muy malas condiciones en un terreno mínimo que había tras un paredón encalado, en el que una puerta desvencijada de madera pintada de verde te dejaba entrar a un patio sucio de baldosas rotas y yuyos que crecían entre las rajaduras. Era una casita mínima que alguna vez estuvo pintada de blanco, pero que ahora exhibía un color roñoso y enfermizo imposible de identificar. Podía ser gris o marrón, pero no era en realidad ninguno de los dos.
Recuerdo que lo primero que salió a recibirnos, además de la madre de la chica, fue el olor de la orina de los gatos. Por la intensidad, tal vez debía haber cientos de ellos por ahí, pero yo no vi a ninguno. La casa estaba silenciosa e inmóvil. Pude ver que del chalet caído como si fuera un auto con una goma pinchada, salían varias sogas con ropa colgada, secándose. Del otro lado del patio, una construcción de ladrillo sin revocar, de aspecto vetusto y mohoso, a cuya pared llegaban las sogas, cumplía las funciones de cocina. Era un lugar triste, como esos sitios oscuros de los sueños que sin remedio están destinados a degenerar en pesadillas. O tal vez ese era el color que le daba mi miedo, que para ese momento tenía una consistencia tal que podría haber servido para poner en marcha un motor.
El cura resolvió con solvencia el saludo y el ingreso a la casa. La mujer lo miraba con una mezcla indecisa de desconfianza y algo que parecía temor, pero que bien pudo ser sencillamente nervios. Yo no había visto a su hija todavía, pero ella parecía una loca de atar. Vestía con descuido una ropas grisáceas que alguna vez habían sido negras, como si llevara un luto de años. El pelo, abundante y rizado, se dividía en un negro azabache y el blanco plateado de las raíces. Y sus ojos. Cuando me miró, antes de preguntarle al cura qué hacía yo allí, parecían los ojos de un pescado. Y la piel de su cara, blanca y poco saludable, se enrojecía ferozmente alrededor de ellos. Era como una de esas pacientes psiquiátricas de las películas de terror. Esas que en un momento te están hablando de su muñeca y al segundo siguiente sacan un cuchillo de cocina y te lo clavan en mitad de la cabeza.
La mujer nos hizo pasar y cerró la puerta detrás de nosotros. Recuerdo que el cura me puso la mano en el hombro, tal vez porque se dio cuenta de que estaba temblando. No se ahora, pero aquella tarde seguro que no estaba listo para mirar cara a cara a un diablo. Para cuando entramos en la casucha, yo hacía mucho que me había arrepentido de haber aceptado la invitación del exorcista.
El siguiente olor que esperaba detrás de la cortina raída que cubría la abertura de la puerta era el del vómito. Ese olor repugnante a queso, pero mezclado con otros muchos olores de los que genera el cuerpo humano. Todos juntos. Allí fue mi primer arcada. Lamento decir que no fue la última.
Bueno, allí estaba lo que habíamos venido a ver. Estaba vestida con un piyama rosado ridículamente alegre para el contexto terrible en que estaba. Porque la chica era un ruina: era apenas un esqueleto revestido por una piel amarillenta. Sus ojos eran enormes, globulares como los de un insecto y tenía los dientes destrozados y ennegrecidos. (“se los rompió ella” dijo la madre, “por eso tuve que atarla. Por eso y porque se arrancaba el pelo de a mechones enteros”). Y estaba atada, sí. Atada a un sillón forrado con sábanas sucias. Allí se movía espasmódicamente, gimiendo, con el pelo negro cortado casi a cero. Y entonces comprendí que hasta ese momento nunca había sentido miedo de verdad. Que el miedo de verdad era eso que sentía en ese momento. Esas ganas de no estar allí, de no haber ido jamás a esa casa, de no haber visto nunca esa maldita película.
Esta parte la recuerdo fragmentariamente. El cura asentía comprensivamente cuando la madre le narraba las cosas que pasaban en su casa, con su hija que tenía un diablo adentro. En un momento le preguntó si había hablado, si había dicho algo. Pero no recuerdo si la mujer contestó que sí o que no. Sí recuerdo que él dijo que si Dios permitía que el exorcista venciera al demonio, este podía obligarlo a decir su nombre, como señal de su derrota, algo que en ese momento no comprendí. Pero la verdad es que apenas si prestaba atención: no podía apartar la mirada de la chica en el sillón. Y de a ratos ella, como si conectara brevemente con la realidad, se quedaba mirándome fijo. Y yo pensaba: “ahora va a decir mi nombre y me va a señalar con esas uñas rotas y sucias” pero nada de eso ocurrió. Si hubiera ocurrido, tal vez no estaría contando esto ahora.
El exorcista me pidió que rezara y yo lo hice, pero no fui de gran ayuda, porque al poco rato dije simplemente que tenía que salir a tomar aire, porque casi no podía dominar las arcadas. El me palmeó la espalda y me hizo salir. Y yo me alegré mucho hasta que noté que la mujer había salido detrás de mí. Me ofreció agua, pero dije que no. Entonces señaló un cantero lleno de yuyos que estaba contra el paredón que daba a la calle y me dijo: “ahí encontré los maleficios. Los fui encontrando de a poco. Al principio era una vez por mes, que alguien los tiraba por arriba de la pared. Era pelo atado con una cinta roja. Después encontraba uno nuevo todos los días. Una vez me tiraron aceite bajo la puerta de calle. Me quería hacer el mal. Mi hija estaba sola todo el día, porque yo trabajaba. Al principio me decía que veía gente que caminaba por el fondo. Yo le dije que rezara, o que saliera a la calle cuando los veía, que no se quedara en la casa. Pero ella dijo que solamente pasaban, que no la miraban, que caminaban por el fondo. Una noche llegué a casa y la encontré metida en la cama, tapada hasta la cabeza. Temblaba como si tuviera mucha fiebre. Tenía los ojos extraviados. –quieren entrar, mamá- me dijo. –no me dejes sola porque hoy me hablaron y me dan miedo. Pero yo tuve que irme a trabajar igual. Al día siguiente, cuando volví, la encontré tirada en suelo. Ya no hablaba. Y se había hecho encima. Unos día más tarde dejó de caminar y sólo se movía para pegarse trompadas o arrancarse el pelo. Una vecina me dijo que había encontrado en la vereda un sapo muerto atado con una cinta negra y que le salía pelo de la boca.”
Recuerdo que me pregunté por qué me decía eso a mí. Si ya se lo habría contado al cura. Si al cura le servía de algo saber todo eso, o quién había hecho semejante cosa. Ahora pienso que la pobre mujer estaba en el límite de la locura, o algunos pasos más allá, y que todo ese mambo sobrenatural le ayudaba a creer que su hija tenía algo que otro poder sobrenatural podía curar, porque tal vez intuía que la medicina común, real, no iba a poder hacer demasiado por ella. Pero aquélla tarde de ese verano de 1980, yo estaba lejos de pensar esto y lo único que podía hacer era creer en lo que esa mujer desquiciada me decía en voz baja en el patio de su casa. Recuerdo que miré aprensivamente al fondito lleno de escombros de la casa, tal vez temiendo ver a uno de esos seres que caminaban por allí y le pregunté si sabía quién le había hecho semejante daño a su hija. La mujer asintió con total seguridad, los ojos saltones fijos en mí.“Las brujas” me dijo como quien cuenta un secreto. “Fueron las brujas”.
MP

©2007 Mario Paulela 

viernes, 17 de abril de 2009

LA BELLA DURMIENTE DE LA CALLE SAN PEDRO

La aparición del cuerpo perfectamente conservado de una niña muerta, en el galpón del fondo de una casa de la calle San Pedro, causó gran conmoción entre los vecinos del barrio. Los hechos se desarrollan como sigue:
Por años la casa en cuestión permaneció abandonada. Muertos los dueños, los parientes lejanos que la recibirían en herencia se embarcaron en una larga pelea judicial por la sucesión de la propiedad. Debido al conflicto, la vieja casa se mantuvo sola, decayendo lentamente, detrás de los yuyos del jardín.
Ocasionalmente algún linyera se metía en ella para buscar refugio. Ninguno duraba demasiado tiempo, cosa que llamaba la atención a los vecinos. Uno de estos mendigos, tal vez accidentalmente, tal vez no, casi la incendió entera en el invierno de 1966. Alertados los bomberos, lograron apagar el fuego, pero ya el mismo había consumido la techumbre de madera y chapas y resquebrajado las paredes. Después de eso, el frente fue tapiado para impedir las intrusiones y la casa fue olvidada. Ya era un cascarón vacío y ennegrecido. Tras la pared que la separaba de la calle, los árboles degeneraron en enormes entidades quietas, la hiedra lo cubrió todo y el follaje intenso y salvaje invadió la construcción ruinosa, el enorme fondo y el galpón.
Solucionado el diferendo judicial por la muerte de alguna de las partes, la casa fue finalmente puesta a la venta en 1980. Para entonces ya casi no quedaba nada en pie. Las raíces tentaculares de los árboles habían levantado las baldosas del patio, una de las viejas paredes de la habitación del frente, quebrada por el incendio, finalmente colapsó y se derrumbó. Todo estaba cubierto por la hiedra y los yuyos. El amplio fondo era una selva sin forma. A un precio más que razonable, un joven matrimonio adquirió la propiedad a fines de aquél año. Dos meses más tarde comenzaron las obras de limpieza del terreno para construir en él una nueva casa.
Fue entonces que se encontró el pequeño ataúd entre los trastos podridos del galpón del fondo, que había pasado los últimos treinta años escondido por la vegetación. Milagrosamente, sus gruesas vigas habían permanecido intactas, a pesar de las décadas de humedad, lluvia e insectos. Bajo el grueso manto de hiedra, en la oscuridad verde, el galpón se mantuvo como una gruta, conservando lo que estaba dentro de sí como un vientre.
Cuando los obreros retiraron el ataúd, de madera apolillada y mohosa, y lo abrieron, se encontraron con el cuerpo de una niña de ocho o nueve años, que descansaba allí, en su útero de raso enmohecido, como si durmiera. La carne de su carita y sus manos estaba tersa, tibia y flexible, como la de una persona viva. Eso afirmó, al menos, uno de los hombres, el que se animó a tocarla.
La noticia se expandió velozmente por el barrio. Alguno de los habitantes más viejos creyeron recordar que el matrimonio que vivió toda su vida en la casa había tenido una hija, allá por los años veinte, pero que pronto nada se supo más de ella. Como eran gente poco comunicativa y de nula relación con el resto de los vecinos, nadie prestó mucha atención al asunto. El señor Floreal García, que para el momento del hallazgo de la niña, tenía unos ochenta y cinco años, aseguró a sus compañeros de Truco del club El Liberal, que “el viejo Basserre” (tal en nombre del antiguo dueño de la casa) había aprendido en Sicilia el arte de embalsamar a los muertos directamente de Alfredo Salafia, el maestro embalsamador de aquella isla, quien poseía secretos ya perdidos de un arte milenario. Algunos de esos secretos habrían estado en posesión de Basserre, quien los había aplicado para conservar eternamente el cuerpo de su hijita fallecida.
Como sea, la pequeña “bella durmiente” que se encontró en la calle San Pedro desató una ola de histeria mística entre la gente, que interpretó la conservación de cadáver como un milagro de santidad. Eso hizo que los dueños de casa tomaran la decisión de hacer desaparecer a la “santa” que complicaba tanto las cosas.
No se sabe qué fue de ella. Algunos dicen que adorna la colección de un excéntrico millonario norteamericano relacionado con el mundo de la computación. Otros indican que está enterrada con nombre falso en un cementerio de Buenos Aires.
Sea como sea, la niña muerta permanece igual a sí misma para siempre, allí donde esté, como testimonio del arte maravilloso de un padre amoroso muerto hace mucho tiempo.
MP

©2012 Mario Paulela 

miércoles, 15 de abril de 2009

EL NIÑO ARAÑA


Así se llamó al producto de un infortunado nacimiento que tuvo lugar en agosto de 1959 en una casa de la calle Timoteo Gordillo, en Mataderos. No hay registros de ninguna clase sobre el asunto y lo único que llega a nosotros son los rumores de los vecinos más viejos, quienes aseguran que cierto niño había nacido con una monstruosa deformidad. Se habla del "bebe araña" o del "niño araña", aunque tal cosa parece ser fruto de la exageración, más que de la realidad. Quienes recuerdan el hecho (y lo dan por cierto) dicen que se trataba de un recién nacido que tenía más de dos brazos y sus ojos eran dos horrendos bulbos negros. Algunos agregan que todo el cuerpito estaba cubierto de un hirsuto y duro pelaje de cerdas negras.

En cualquier caso, la familia en cuyo seno habría nacido semejante abominación, se mudó en aquél año del barrio y nunca más se supo de ella.

Algunos creen que el monstruo quedó enterrado en los fondos de la casa, después de que su padre aplastara su cabecita con un ladrillo. Otros dicen que se limitaron a abandonarlo y que hasta mucho tiempo despúés la abominación estaba todavía viva y era el responsable de la desaparción de gatos callejeros y algún que otro niño. Se dice que por las noches, se podía escuchar su andar arrastrado por los techos de las casas y un extraño y espeluznante lamento.
MP

©2012 Mario Paulela 

jueves, 9 de abril de 2009

LA MUERTE ENTRE LOS CHANCHOS

Se dice que los chanchos ven a la muerte. A la propia, quiero decir. Eso se contaba en el barrio de Mataderos, cuando en las noches se oían los chillidos de terror de los chanchos, amontonados en los camiones-jaula mientras esperaban su turno para ser entregados a la matanza.
Era como si poseyeran una percepción sobrenatural que les permitía visualizar el futuro inmediato. Su propia y violenta muerte.
¿Verán los chanchos a la muerte con forma de hombre, con un mazo en la mano?
¿Entenderán cabalmente el espanto de no existir?
¿Caminará entre ellos la muerte como un frío que congela el aire?
Indefensos, esperan el final. Se amontonan en el camión, intentando escapar, tal vez rezando para que el siguiente sea otro. Siempre otro.
Y el terror final, la comprensión del final.
Después quedan las jaulas vacías.
MP

©2012 Mario Paulela 

miércoles, 8 de abril de 2009

LA LEVITA DEL VAMPIRO


En el invierno de 1870, las calles de Buenos Aires estaban silenciosas y desiertas. El miedo lo dominaba todo con indiscutible autoridad.
En los andurriales del sur, lejos de la vista de los vecinos, se abrían las fosas comunes de los muertos de la peste que asolaba la ciudad.
La fiebre amarilla mataba más rápido de lo que los servidores públicos podían enterrar a las víctimas. Los carros, con su chirrido siniestro y el aterrador ruido sostenido de las campanillas con que anunciaban su paso, falsamente alegres en el aire frío de las noches, llegaban uno detrás de otro a dejar su fúnebre carga .
Quienes allí trabajaban, lo hacían en silencio, casi fantasmas ellos mismos, alejados de todo contacto humano por la naturaleza horrenda de su labor. Manipulaban los cuerpos con resignación. Cada tanto, alguno de ellos se descubría los terribles flemones de la fiebre en el cuello y eso era la sentencia de muerte. Dado que el proceso de la enfermedad se reducía a unas horas, allí mismo era enterrado, junto con los miles de anónimos cadáveres que hasta no hacía mucho habían sido personas y que ahora no eran más que un bulto de carne muerta e infecciosa bajo las frazadas que los cubrían.
El hedor de la muerte dominaba los campos, que se poblaban de aves y criaturas de todas clases, ávidas del banquete impensado que se les ofrecía.
Los enterradores pateaban las ratas enormes con indiferencia y apartaban sin ganas a los caranchos feroces. De a ratos, las bandadas de perros cimarrones que rondaban las fosas, se animaba a atacar para obtener algo que masticar. Jamás habíase visto en la ciudad un horror semejante. Algunas personas creían llegado el fin del mundo y el Juicio Final.
Por las noches, en los enterratorios, los hombres trabajaban a la luz mezquinas de los faroles de vela de sebo, que proporcionaban una luz amarilla como la peste.
En el relato que uno de ellos hizo a un sacerdote de la parroquia de San Pedro Telmo y que éste mandó a escribir para conservarlo en archivo, se lee que en una noche de sábado, algunos de los hombres distinguieron una figura que se movía entre las montañas de cuerpos que esperaban su turno para descansar bajo la tierra. Que intentaron detenerlo sin éxito, puesto que escapó de ellos de una manera que el sacerdote calificó de "demoníaca", aunque sin describirla. Que hallaron que el desconocido había profanado algunos cadáveres, mordiéndolos. Que intentaron perseguirlo sin éxito, como si hubiera desaparecido en la noche. El hombre aseguró en su relato que el extraño tenía la piel muy blanca y ojos de fuego. Y que vestía como un caballero, con una llamativa levita roja como la sangre.
MP

©2012 Mario Paulela